4.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 3


 Querer ser otro con antojadizo criterio y, al tiempo, no rendirse del todo en la ardua tarea de ser cabalmente uno mismo. Quizá el mal que no cesa es esa voluntad de admirar lo ajeno y de hacer menoscabo de lo propio. Tendremos virtudes que únicamente aprecian los demás, quién sabe; logros firmes que no consideramos nunca, que no despiertan el elogio privado. Quién fuera Mochuelo, se lamenta Sócrates, al verlo, a decir sólo suyo, despreocupado, libre. Pero el objeto de su anhelo no se da por aludido y expide con tristeza la humana solicitud de no albergar quebranto que lo rebaje y ser de verdad libre. 

Dietario 3 / Pájaros

 


Se tiene, en general, una mala percepción de los pájaros. Tal vez su volandería los empareja con la fantasía y suele decirse que se tiene la cabeza llena de ellos cuando alguien incurre en desatinos, se explaya en razonamientos de poco sustento con lo real o, más sencillamente, manifiesta el proceder clásico de los locos, que vienen a ser todos los que acabaron escapándose de la realidad y ocupando una enteramente suya, quién no habrá emprendido esa fuga alguna vez. Donde los locos pueden concurrir también los atolondrados, los imprudentes, los aturdidos, los que, ya por acabar, exhiben maneras imprevisibles. Lo que funciona en este mundo es la previsibilidad. Importa saber qué va a hacer el otro, por dónde va a tirar. Todo lo demás es desconcierto, son pájaros. Pero todos los pájaros están en la cabeza. Igual que las casas o que las ideas o que los paisajes. Es ahí en donde se construye la trama, es en la cabeza en donde una voz nos conduce por uno o por otro camino. Que uno sea equivocado y otro no es aleatorio. En ocasiones tienen nombradía los pájaros. Gente que tienen muchos en su cabeza resultan encantadores o suscitan el unánime elogio ajeno. 


El arte es una extensión de esa proliferación excéntrica en la cabeza. Quienes la tienen bien asentada, libre de perturbaciones y de pájaros, por completo exenta de las peregrinas ocurrencias de la imaginación, ojalá sean pocos y no difundan con éxito su estado, no se envalentonan jamás, no se adentran en lo oscuro, no se cuentan el mundo a su manera, no escriben poemas, no esculpen el barro, no dibujan ni pintan, no se suben a un escenario, no componen boleros o valses o piezas de bebop, no hacen películas, no cogen una cámara y observan la realidad, por si la realidad se muestra diferente, por si deja de ser previsible y hace lo que no se espera, por si los pájaros (en bandada, locamente) la atraviesan y la llenan de su batir furioso de alas. Hay un momento en la vida en que uno se plantea dejar que vuelen por donde deseen, hacer de su corazón su infinita jaula. Es ahí cuando nos convertimos en creadores. Todos lo somos de una manera u otra. No hay nadie que no tenga una sinfonía de pájaros en la cabeza. Sólo se trata de abrirla y permitir que salgan. 

3.1.25

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 2


 Uno aplaza lo que importa, lo va demorando, hace que no cobre la importancia que lo hizo aflorar, ocupar el lugar del que antes carecía. No porque no sepa acometerlo, no por algo ajeno que nos cohíba. Ni siquiera porque la voluntad no alcance a darle un desempeño. Se aplaza, se deja para después, se posterga (me encanta esa fonética, ese ruido como de puerta cerrándose), hablo de un después incluso sine die, por el placer de ir pensándolo, de darle un cuerpo dentro de la cabeza o encomendado a un apunte en una hoja o en las tripas del móvil. Como la madre que planea un futuro para el hijo que lleva y fantasea con los ojos que va a tener o qué palabras dirá cuando use las primeras. Se retrasa la felicidad tal vez. Diferida, se insinúa mejor, más convence y engolosina. 


Escuché que lo que no hacemos en el momento dura más, su propiedad es mayor.  Se disfruta más con los preliminares, oye uno decir. No suelo pensar en el futuro. Me siento incapaz de hacer planes a plazo muy largo. Los que hago, los pocos que me veo obligado a hacer, se malogran con frecuencia. Va uno aplazando las cosas. A veces creo que lo aplazado es más mío, me pertenece más enteramente, por el hecho de poder administrarlo. Saber que habrá cosas que no se harán, pero fijarlas en un registro, arraigarles el ánimo de que alguna vez comparezca la voluntad de acometerlas, arrogarles el cuerpo tangible que antojadizamente les birlamos. Procrastinar es un verbo cargado de futuro. Filosofar es aplazar la resolución de una incógnita y prendarse de los procedimientos que acercan su entendimiento. Y no hay tal. 

Dietario 2 / Intemperie

Hay palabras que acuden sin razón y prosperan con extraño afán. Anoche pensé en si alguien podría pastorearme, cuidar de que no me desmande ni malee. Como un ángel de la guarda o una madre. La idea me causó la zozobra justa. Más que nada, me costó imaginar la postura en la que hocicaría la testuz para pastar a capricho. También la circunstancia meramente bucólica. Lo de menos, en esa turbación de mi cordura, sería el pastor al que se arrojase a vigilar mi trasiego por los campos. Tal vez haríamos migas el pastor y yo. Alguna vez se percataría de mi carácter levantisco. Te vas a descarriar, me advertiría. Por ver mundo. Por probar pasto nuevo. Por verme fuera del redil. Eso contestaría yo en alguna especie de mugido que él entendería. Se muge sin conciencia fonética. Se piensan cosas sin que el rubor nos ocupe. Las reservamos, no conviene siempre airearlas, dar un motivo para que alguien guarde las suyas. Pero en ocasiones sucede lo extraordinario. Al sincerarnos y confiar a alguien alguna intimidad nuestra, se desboca quien la escucha, se vacía y exhibe sus rotos y sus zurcidos. Ese salir del aprisco y exponernos a la intemperie es la utopía del que anhela trasegar sin que se le observe.

2.1.25

Historias de Sócrates y Mochuelo / 1


   Ilustración; Ramón Besonías

La ebriedad es nieve a la que entregamos una pisada obscena. El blanco humillado por el pie recuperará el fulgor antiguo. A veces se maneja uno bien en descomponer el paisaje, en desdecirse, en proclamar una varianza del ánimo, una especie de tumulto interior que no siempre está a mano y que prorrumpe con absoluta vehemencia cuando empinamos el codo y le damos a la sangre un circo de piruetas y de risas. Tal vez haya algo puro en esa danza improvisada. El cuerdo es previsible; el ebrio, el achispado, el que concede perderse en la bruma del alcohol, contiene una verdad insólita, pocas veces manifestada, incómoda para quien la contempla desde la serenidad. Baudelaire, poco fiable en mesuras, proclamaba la necesidad de embriagarse. "Hay que emborracharse sin tregua. Pero, ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, a vuestro gusto, pero emborrachaos". Hay en la ebriedad una euforia en la que el ejecutante se jalea a sí mismo, se arroga la facultad de destemplarse, de embrumarse, de adquirir un desquicio momentáneo del que más tarde podrá arrepentirse, pero al que se inclina con fastos y afán diáfanos. Con todo, sin hacer aquí elogios excesivos, hay cuerdos que jamás dejarán de serlo. Sócrates lo sabe. Mochuelo es un recién llegado, un sujeto demasiado fiable. 



Dietario 1/ Dolerse

“ El dolor es siempre pregunta y el placer, respuesta”

Paul Valery 


También dolerse informa. Nada que objetar a su metal frío. De ese romperse uno proviene el izado de la luz, la condena de la sombra. Son todos esos verbos pronominales los que de verdad importan. A la vida la manejan mil dolores pequeños. Nada me incumbe del último. 


En la idea del placer concurre también la de no padecer dolor. Quizá interese ocuparse seriamente del gozoso término medio: esa certeza un poco brumosa de sentir una especie de armonía en la que nada nos entusiasma ni nada nos derrota. 

Uno busca afanosamente el placer y, cuanto con más ahínco persevera en su adquisición, más alienta que se sienta la poderosa irrupción del dolor, con más nitidez se percibe su acometida y más fundadamente se le teme. No hay conveniencias fiables a las que asirse, tampoco un procedimiento que lo disuada. Se está a su entera merced. 

La pedagogía del dolor es quizá la materia de la que tenemos menos avances. No sabemos qué urdir, no poseemos instrumentos fiables y certeros, no están cuando el dolor nos alcanza con la vehemencia que en ocasiones suele. Anhela uno zanjarlo expeditivamente, compone una súplica íntima y luego, cuando no observa alivio, por puro desahogo, la airea, la vocifera a veces. Quiere que cese, quiere que el mundo regrese al estado previo, cuando existía esa armonía dulce en la que alma y cuerpo no sufrían asedio alguno, cuando todo era, si no placentero, sí normal. Es una trampa eso de la normalidad. Lo es porque se nos ha educado para buscar incesantemente el placer o la felicidad, y esos dos conceptos son quebradizos, frágiles, huidizos. 

Por fortuna, si el dolor mengua, nos manejamos bien con el olvido. Se rebaja el estado de alerta, se limpia la zona vulnerada y se tiene esa percepción (falsa, sobrevenida artificialmente) que consiste en confiar en que todo volverá a su cauce y que el veneno no nos emponzoñará de nuevo. Nada más equivocado: vuelve más tarde, lo hace con absoluta indiferencia a cuanto urdimos en la contienda. No se busca el dolor, ni tal vez se le deba rehuir si acude. Su compañía es tan lógica, tan devastadoramente lógica, como su apreciado reverso, que es su ausencia. No hay nada con qué compararlo, ni nada que rivalice con el mal que siembra. Ni la muerte lo iguala. Porque la muerte es una especie de dormir sin que haya sueños ahí adentro. 

Duele sobre todo el dolor de los demás, de todos a los que amamos. No aceptamos que sufran, cómo hacerlo. Llegar a aceptarlo es la gran asignatura pendiente, de la que no disponemos tampoco de pedagogía. También lo es de quienes lo padecen. Ni la cultura, tan basta, de tan hondo brillo, ni la belleza zurcen el roto que inflige el dolor. Somos de una fragilidad asombrosa. Estamos arrojados a ese fuego larvado e incansable. 

No sé a qué ha venido esto del dolor, no sabe uno la razón por la que escribe lo que escribe. Tampoco la de que se esté viviendo lo que se vive. 

Ahora que amanece y vuelven los colores y la luz todo lo cubre se calma uno un poco, piensa que es posible aprender a sobrellevarlo. Lo piensa brevemente. No dura mucho esa pequeña reflexión sanadora. El de ayer, primero del año, fue uno de esos días mansos y bonitos. Hubo valses, hubo silencio en la casa. 

Historietas de Sócrates y Mochuelo / 3

 Querer ser otro con antojadizo criterio y, al tiempo, no rendirse del todo en la ardua tarea de ser cabalmente uno mismo. Quizá el mal que ...