Creo que los poetas eluden entender la realidad. Manifiestan incógnitas, abren zanjas a las que caer, ofrecen extravíos. Como Cavafis en su célebre poema, ocultan los atajos, exhiben los caminos más largos. La travesía del poeta tiene una vocación de pérdida. El lector de poesía es un aventurero: sale al campo abierto sin brújula y sin arnés: es un valiente al que le interesa más perderse y no buscar afanosamente una salida que ir siempre bien guiado y divisar salidas al enigma, aunque prevalezca su misterio, la consistencia de su fragilidad. Probablemente la poesía nos aproxima más que ningún otro género literario a la vida. Hay una educación sentimental a la que la poesía, la alta, la limpia, la que más tozudamente nos hurga adentro, contribuye con más certero ahínco que la novela. " Un cuento no es una novela fracasada, no es la ficción que quedó sin completar". Esa apreciación la vertió Borges y la recoge la nota previa de "La lengua es fascista" (Huerga y Fierro editores, 2017) escrito por Juan Calabuig y Justo Serna, y que Juan ha querido que tenga. Las tramas novelescas emulan a la realidad, de alguna forma la duplican, la escudriñan, la abren a la busca de un significado válido que merme o cancele las incertidumbres de vivir, pero a la poesía no le interesa recrear la vida: lo que el hace es acometer el juego de intrigarla, sacrificando el cálido cobijo de la razón en beneficio del caos, de la pérdida, de la herida abierta por la que el lector muere y renace en un mismo verso. Y es verdad que los poetas renuncian a entender la vida: se pierden en la boscosa impostura del verbo, se alistan en el ejército de esa oscuridad de la que nacen después todas las luces posibles. Yo me contento al decirme a veces que no entiendo la realidad. Cómo podría. Por fortuna, se me escapa, se aleja conforme más creo arrimarme a ella. Acabo recomendando el libro al que aludo. En su lectura ando. Feliz, arremolinado de ficciones y de jardines de senderos que incansablemente se bifurcan y se bifurcan y se bifurcan...
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