21.12.24

La gris línea recta

 


Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otros, hay gente que es incapaz de franquear la distancia que les separa de la belleza y necesitan que los demás se la sirvan en bandeja, traducida, reducida a una expresión masticable. Se aturden cuando deben emprender la escalada al significado y se pierden en las líneas de texto en donde se cifra (mágicamente) el camino de acceso a la cueva de todos los tesoros. Lo que está pasando es que no salimos a la lluvia y la contemplamos distraídamente desde la rutina burguesa de la ventana. Nos fatiga la travesía: nos incomoda incluso pensar en que esté ahí, extendida, a la espera de que la recorramos. Nos hechiza lo sencillo, nos da esa certidumbre impostada de que la vida se puede gobernar sin que tengamos que poner en juego demasiados recursos. Ajustamos el modo inteligente de la cámara y dejamos que el procesador de última generación haga el trabajo que no deseamos o no podemos hacer, tal vez el más bonito, el que nos pide un precio - moral, ético - que debemos pagar.

La vida es también la lluvia desde la ventana, el libro desde el escaparate, el paisaje en la pantalla y la ciudad cuando nos la narra quién fatigó sus calles. Y abrimos la televisión (porque las televisiones, en cierto modo, más que encenderse, se abren) para asegurarnos de que todos los demás hacen lo mismo que hacemos nosotros. Complicidad en la pereza. Divinas palabras de condolencia. Sentimientos que nos igualan y nos confortan. Si el vecino saca la bandera de España al runrún del éxito de la Roja, busco una bandera y cuelgo la mía. Lo que no entra en el cálculo es que yo abra camino y un día, sin esperar nada a cambio, me vista de otra manera, oiga otra música, vea otro cine o lea otros libros. En el otro, en la otredad, está la belleza. Pienso todo esto a propósito del significado de los viajes, de la realidad que se esconde debajo y de cómo el viajero, el bueno, prospera en la travesía, se identifica con lo viajado y se pierde en los caminos que recorre. Aunque eso exige un aprendizaje, un darse, en donde se cometan errores, en donde uno deseche el vértigo y prefiera la gris línea recta, el camino ya hollado. Todos somos viajeros buenos y viajeros malos. Depende del día, depende del deseo. En la pérdida, en esa fuga de la norma, está la verdadera esencia, en el desajuste del modo inteligente de la cámara, en la búsqueda de la novedad, en la querencia a descubrir paisajes nuevos. Huir de las franquicias de pizza, pisar calles que no aparecen en las guías, entrar en bares que no registra la guía Michelín, pensar que el mundo está ahí a capricho propio, que la vida siempre está afuera. Que vivir es un riesgo adorable.

1 comentario:

Joselu dijo...

— Emilio, tu texto me ha dejado pensando en tantas cosas. Hay una verdad incómoda en eso que dices sobre mirar la lluvia desde la ventana, ¿no crees? Es como si nos hubiéramos acostumbrado a vivir a través de intermediarios, a dejar que otros nos traduzcan la belleza.

— Sí, exactamente. Es más fácil, ¿no? Nos acomodamos en esa rutina de consumir lo que otros ya han masticado por nosotros. Pero, ¿no te parece que al hacerlo nos perdemos lo mejor? Esa sensación de descubrir algo por primera vez, de equivocarnos incluso.

— Claro, y ahí está el punto que más me resuena: el riesgo. Vivir como un viajero bueno, como tú lo llamas, implica exponerse, salir del modo automático. Me recuerda a cuando hago fotografía callejera; no hay nada más emocionante que perderse en las calles, buscar ángulos inesperados o capturar momentos fugaces. Pero también da miedo. ¿No te pasa?

— ¡Por supuesto! Ese miedo es parte del viaje. Es lo que nos hace humanos. Pero fíjate, también es lo que nos frena. Preferimos la comodidad de la guía Michelín o del paisaje en la pantalla porque no exige nada de nosotros. No hay precio moral ni ético que pagar.

— Y sin embargo, Emilio, qué vacío se siente cuando todo está tan predecible, tan empaquetado. Pienso en mis caminatas por Collserola o en los viajes a lugares remotos como Alaska. Lo mejor siempre fue lo inesperado: el sendero que no estaba en el mapa o el encuentro con alguien que no hablaba mi idioma pero compartía una sonrisa.

— Eso es justo lo que intento decir: la belleza está en la otredad, en lo diferente. Pero requiere esfuerzo. No basta con mirar; hay que implicarse, desgastarse un poco. El buen viajero se pierde porque sabe que en esa pérdida está el hallazgo.

— Me encanta esa idea de perderse para encontrarse. Es algo que intentaba transmitir también como profesor: abrir caminos nuevos a través de los libros o las historias. Aunque a veces mis alumnos preferían quedarse en la "ventana", trataba de animarlos a salir bajo la lluvia.

— Y eso es hermoso, porque al final todos somos viajeros buenos y malos dependiendo del día, como decía en mi texto. Pero qué importante es tener alguien que nos invite a dar ese paso fuera de la zona segura.

— Emilio, gracias por recordarme esto: vivir es un riesgo adorable. Quizás sea hora de apagar la televisión y salir a buscar otro paisaje...

Dietario 17 / El abrazo de los libros

  Dormir a deshoras no contribuye a un clima de modélica felicidad familiar. Lees cuentos de Chéjov a las tres de la mañana y te acuestas má...