Rendir un epítome conviene cuando uno se ha explayado, ha incurrido en alambiques, ha extendido lo pensado o se ha convencido de que hubo más de lo debido y quien escucha o quien lee precisa de una recapitulación. Se compendia cuando se tiene esa certeza, la de la abundancia, pero es una concesión tal vez imprudente la de convenir un resumen o esbozar una síntesis. Arrimo el epítome al aforismo, convengo que en lo conciso está a veces lo ubérrimo. Menos es más, decía un amigo mío con añorada frecuencia. El eslogan fue acuñado por el arquitecto Mies Van der Rohe. Anticipaba un movimiento que ha tenido predicamento posterior y todavía es apreciado: el minimalismo. Reducir no siempre es rebajar, podría decirse. Hay veces en que apremiamos a quien nos habla y le instamos a que vaya "al grano". Es en ese grano en donde deseamos que se nos sitúe. No nos importa el preámbulo, tampoco el desarrollo. Empezamos a estar atentos cuando atisbamos el epílogo y aplaudimos, con fervor a veces, si el hablante o el escritor se encomiendan al epítome y entregan una especie de extracto. Yo amo la palabra breviario. Me hace pensar en algo que se despacha con rapidez, aunque haya sido construido con primor y largura, pero qué necesidad hay de acortar. Es hermoso el viaje que nos lleva lejos. Contarlo requiere esmero. Medra el verbo, se le afincan complementos, llevan con vocación de permanencia los adverbios. Hay días de epítomes. Este texto no lo tiene, es adrede ese propósito de brevedad. No es tal. Podría haberse requerido un despliegue menor. Yo no sé más de lo que cuento y cuento lo que sé. No hay que ser melindroso. Ni remilgado. Me estoy yendo por las ramas. El epítome no ha cundido, Pedro. O tal vez sí, quién sabe.
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