15.3.23

Preferir no hacerlo


 Entreveo en mi desidia hacia algunos asuntos a los que se supone debo aplicar interés un signo de la edad. Me retraigo adrede, doy de mí una brizna, incluso me las guardo todas, y hasta declaro con más o menos chanza que no albergo propósito de enmienda y esa desgana no es fortuita sino pensada, convertida en una especie de declaración de principios, aunque sea dirigida hacia mí mismo. Me tengo en la más alta estima y a veces me da por sentirme hospitalario por dentro, en lo deseado, en lo que hace que mi vida sea, si no más feliz, al menos placentera a ratos, cuantos más abundantes esos ratos, no hay discusión en eso, mejor. Tiene uno también la certeza de que no es un descarriado ni un vivalavirgen. Lo de la edad da un predicamento; en realidad, todas lo dan. De cualquier tramo de nuestra vida se tiene la idea de que es el mejor de cuantos hemos tenido. No tener nada que demostrar es evidencia de que tal vez nos sobre vanidad, amor propio, ese sentirse incesantemente en posesión de todas nuestras facultades. Qué error se comete, con qué gratuidad se hacen esas sentencias. La mayoría no sirven para nada. Ni siquiera a quien las idea le reporta mayor beneficio que alguna pequeña satisfacción eventual, un salirnos con la nuestra que no nos lleva a ningún sitio. Será verdad eso de que todo el mundo va a lo suyo menos yo, que voy a lo mío. No sé qué es mío, qué de los demás. Hoy ha sido el día de no saber, de no querer saber también. Hay que darle al cansancio una casa en la que se tumbe y prospere su desaliento. No ocurre nada si se fomenta ese hastío. Tampoco ocurrió nada cuando se nos vio enérgicos o particularmente activos. Se me hace sencillo incurrir en esas pequeñas licencias, encomendarme por un rato a la anarquía, a eso de Bartleby cuando se le requería algo y decía preferir no hacerlo. Pues eso. Yo me entiendo; cualquier, por unas u otras causas, también podría. 

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