El mar es un zapato si se discute la utilidad del oleaje. Un zapato viejo, hecho al festín antiguo de los pasos. El agua es un temblor si se mira con los ojos del ahogado. Esparce su plumaje, su nombradía secreta, toda la maquinaria antigua de los muertos. Toda posible utilidad de la belleza por el mar, por el ruido enorme de las olas los sueños. La memoria consiente algún episodio turbio en donde el poeta, francamente ebrio, finge fundar catedrales en el aire, volutas recias, una heredad invisible de versos. Como una lentitud de algas que abarcase con una palabra el entero universo, pero también la memoria flaquea, loco carrusel, fiesta para que los placeres acuñen vicios, obscenos años de oleaje y grumos, ausencia hecha músculo como un muelle imposible. Así el poeta, suspendido en esa turbación sin gobierno, hondo, alentado por secretos timbres que la luz arrebata al tiempo, discretamente conviene que es más útil celebrar cuanto ocurre y ni preguntar, ni saber, ni decir.
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