19.3.23

Fantasmas en la máquina

 







 
En este disco duro marca Seagate, modelo Barracuda, de dos terabytes de capacidad, montado y ensamblado en Tailandia, embutido en un chasis de rígido aluminio color plata, comprado en una de esas superficies que se encienden de fanáticos los sábados por la tarde, caben todos los caballos de John Ford. Nada hay más cinematográfico que un caballo galopando en Monument Valley, en blanco y negro, fundido con una música épica, avanzando sin síntomas de cansancio, perdiéndose en la distancia, que es el lugar natural donde se pierden todos los hermosos caballos del mundo. En esto pensé cuando lo miré, despejado de cables, expuesto al ojo cómplice, en la mesa quirúrgica. En este disco duro marca Seagate, Barracuda, dos terabytes, tailandés, rígido en aluminio color plata, caben todos los travellings de Coppola, todos los mafiosos de Chandler, las ubres ubérrimas de las pin upa de Rus Meyer, el doctor Manhattan en el borde de todas las galaxias, la Ealing y la Hammer, la HBO, las andanzas de Huckleberry Finn, el vampiro de Düsseldorf, el planeta de los simios, Ripley en el Nostromo, McClane en el Nakatomi, el maquinista de la general, los muertos de Huston, McFly en el Delorean, el conflicto de los hermanos Marx, los chicos del coro, Charlie abriendo una tableta dorada de chocolate, un par de helicópteros arrojando napalm en cinemascope, la belleza sureña de Jezabel, los mosquitos en La Reina de África, Will Danahen negando la dote de su hermana a un americano, la cabeza borradora de Jack Fisk, Lemmy Caution discutiendo en una habitación de hotel, la respiración salvaje de Darth Vader, el pubis hirsuto de Jeanne y el nihilismo de Paul, Mildred Pierce con un revolver en la mano, el  inexpresivo Victor Mature en My darling Clementine, las familias campesinas de la Dinamarca de Ordet, el implacable y casi mudo samurái de Melville, el Nota en una bolera, el skyline de Manhattan, Baby Jane, Eddie Felson viendo sudar a Minnesota Fats, Rick Deckart bajo la lluvia infinita, Harry Lime en su propio entierro, Kurtz en el corazón de las tinieblas, Jack Torrance hocicando con una hacha, Antoine Doinel en un patio de escuela, Frank Booth inhalando mala leche, Norman Bates blandiendo las notas de Herrmann, Sam Spade investigando la naturaleza de los sueños, Mrs. Danvers descorriendo unas cortinas, Tony Montana diciendo fuck you, Travis Bickle mirándose en un espejo, Rufus Firefly enarcando muchísimo las cejas, Harry Powell con la palabra amor tatuada en sus dedos, Cody Jarrett en la cima del mundo, el Delorean enfilando la eternidad, Sean Thornton con una gabardina gris en una Irlanda mítica, C.C. Baxter entrando y saliendo de los ascensores, Rick diciéndole a Sam que la toque una vez más, Norma Desmond fumando, William Munny vaciando el Colt por el honor de unas putas, Dorothy volando en una habitación, Atticus Finch hablando sobre la dignidad, Vincent Vega en un wc y las piernas de Esther Williams emulando ser pez. Uno más: Jacques Perrin, repasando los besos cortados por el cura, al final de Cinema Paradiso. En un disco Barracuda, abierto, presentado sin pudor, cabe esa felicidad extrema.

El problema del mundo son los discos duros. A veces pienso en el mal silencioso que producen, en el stress que crea el irlos llenando. Yo mismo debo tener media docena y casi estoy por decir que me vendría bien adquirir otro. Uno se mide entonces en gigas al modo en que los terratenientes lo hacen en hectáreas. A diferencia de éstos, yo soy el que hace la faena de campo. Los reviso de vez en cuando, organizo el material que tutelan y borro los archivos que están dañados, obsoletos o que, por una u otra causa, se han convertido en irrelevantes. Es admirable la velocidad con la que las cosas importantes dejan de serlo y la facilidad con la que aceptamos esa rebaja de rango. Anoche borré una película de ciencia-ficción de un tamaño descomunal. Ocupaba demasiado. Algo parecido me sucedió hace poco con un disco de una diva del bel canto. No me tembló la mano al mandarla a la papelera de reciclaje y me alegré enormemente al apreciar que entraba sin empujones. Uno de los actos más violentos que puede uno hacer es vaciar la papelera de reciclaje. Entonces no hay vuelta atrás o si la hay, pero mi precaria formación informática desconoce los pasos para revertir el fatal desenlace. Tampoco los domino en asuntos que le importan más a uno. Con qué satisfacción borraría archivos de mi cabeza los archivos que, a decir mío, han bajado de rango. ¿Quién no los tiene? Lo impredecible (y por tanto lo que verdaderamente alarma) es la capacidad de los malos para pervertir a los buenos. Como si dentro de la cabeza, que es un disco duro, todo anduviese desfragmentado y se mezclase, en alegre comandita, como de jarana sináptica, la parte jovial con la triste, la presentable con la indecente, Cyd Charisse con Pepe Isbert, Monteverdi con John Lee Hooker, la flauta de Ian Anderson con el piano de Bill Evans, el vozarrón de Van Morrison con el canto melifluo de Kate Bush, todo lo que nos hace equilibrados con lo que nos malea. 

Hace tiempo leí un relato (cuyo autor no recuerdo) de título algo así como Mamá, quiero ser un cyborg. Lo he buscado en el oráculo sublime (nuestro bendito google de cada día) y me ha dado calabazas binarias. Sale la frase (mamá etc) pero no el cuento que me cautivó. Se llamaría de otra manera y yo lo he reconvenido en ése. Siendo uno de esos bichos mitad hombre, mitad máquina, viviríamos mejor. Podríamos hasta actualizar nuestro software. El mío, a los  cincuenta y siete de mi encendido, anda necesitado de una puesta a punto. Creo que a los veinte también hubiese venido bien otra. No conozco a nadie (digo a nadie) de quien alegremente se pueda decir que no necesita esa revisión. Pero el mono no mutó en máquina ni yo tengo hoy otra cosa con la que empezar el domingo que esta reflexión irrelevante que ofrezco a modo de evidencia de mis vicios cibernéticos. Tengo muchos. Mi casa está llena de trastos. Los tengo en perfecto estado de revista. Si un día la ciencia abarata eso de implantar chips para que vivir sea más llevadero, me apunto a la previsible lista de entusiastas que se pondrán uno. Mis datos biométricos irían a la pantalla de mi móvil. Si escucho un aria de Verdi o un solo de trompeta de Chet Baker, habrá en esa rendición matemática algo que lo cuantifique. Un subidón. Si el día se levanta plomizo y no doy pie con bola, esa fiesta de los números será pobre. Habrá hasta quien se plantee jaquearme: introducir un elemento invasivo, vigilante, que haga de mí lo que no soy. Lo bueno es que cuando marre un propósito o malogre el trabajo en el que ande, siempre podré atribuir el roto al desquicio de la máquina. Un cyborg tiene más de mil coartadas. 

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