21.9.22

264/365 Wallace Stevens

 



No he leído mejor definición de poesía que la escrita por Wallace Stevens en un aforismo lacónico y hermoso: “La poesía es un faisán que desaparece entre la maleza”. Tampoco de poeta: alguien que “fabrica vestidos de seda con gusanos”. Las dos las escribió el mismo fabricante: un cargo directivo de una compañía de seguros que a los 43 años vio o creyó ver al faisán. Notas para una ficción suprema es el título que uno habría querido para titular un libro de poesía o para titularlos todos, numerados, incapaz de dar con otro que rivalizara con él. 

Wallace Stevens es lo contrario al poeta maldito que padece la vida y transcribe su penar en versos. Nada relevante, a decir suyo, la marcó: no tuvo una existencia crispada y un cierto tono de rutina asumida la ocupó con entero éxito. Su única problemática vital fue la que le sugirió la empresa de armar una poética, por agotar las posibilidades del lenguaje para que la idea (siempre gris, siempre cartesiana) sedujera a la imaginación y se trenzara (imagino que es un verbo apropiado) un territorio desde donde abordar la realidad, materia ineludible de cualquiera que pretenda traducirla con el falible constructo de las palabras. 

Dijo que la poesía era el tema del poema y ese aserto se aprecia en sus (pocos, seis) poemarios. Es Stevens lo más alejado al poeta del que se espera que viva en un trance perpetuo, como si estuviese signado por la divinidad y el amor, que el romanticismo alemán describió alado. Se le lee con esa viva claridad con la que Borges, en otro rango, hizo de la poesía un instrumento del conocimiento. Fue una especie rara de poeta sin compromisos con los demás poetas, ocupado en sus ratos libres en anotar aforismos y en perderse en un pequeño alboroto lírico. En su idilio con la poesía y con la intachable trayectoria en la empresa de seguros, rehusó una cátedra de Literatura en la Universidad de Harvard. Por pasar inadvertido, pues ese anhelo atravesó su existencia, también declinó asentar un yo en su versos: no hay intimidad, no se erige como el narrador de un corazón sensible o desvalido. Stevens no arde, no tiene el alma desbocada, ni refrenda ninguna epifanía el cauteloso (frío, hermético, en ocasiones) proceder de su escritura, pero posee la madurez de todos los poetas, sea porque los aplaude y respeta o por el hecho de haberlos leído, rechaza. No hay poeta que no sea el resultado de todo lo que ha leído, embutiendo en ese traje lector piezas de dudosa prestancia o indiscutiblemente repudiables. 

Recuerdo una lejana antología de Visor, traducido por Jenaro Talens, que devoré en los años en que tenía un apetito voraz por leer poesía. No sé qué hice con ella. Se prestan libros o se pierden, prefiero lo primero, aunque ambas distracciones sean, en esencia, la misma. Eliot dejó escrito que la poesía puede prescindir del significado y, sin embargo, comunicar. La de Stevens me hablaba sin que yo supiera qué sacar de ella. Era un diálogo próspero, que no siempre era feliz, pero que invariablemente me alojaba en un lugar donde la felicidad estaba cerca. Releído después, retomada la conversación pausada, como su misma poesía, Wallace Stevens sigue siendo ese poeta serio, bien vestido, impecablemente dotado de esa pulcritud con la que un señor se gana el respeto ajeno sin tener que abrir la boca ni realizar un solo gesto. Será cosa de los abogados o de los empleados de seguros, él era ambas cosas: gente que se encuentra a sí misma en una habitación en la que no hay nadie y desde donde todo está maravillosamente tan al alcance. Quizá porque eran las ideas las que lo espoleaban, cierta abstracción, cierto desafecto falso, en el fondo. Es la palabra que con más frecuencia usa, la que más le pertenece.  Es el faisán que se entrega en la hondura, en ese adentro que no siempre está a la vista ni se fuerza a estarlo. También hay una llamada a la irracionalidad. Toda la poesía (la suya, cualquiera) es un gusano que alguien ha convertido en seda. Él, tan disciplinado, tan ejemplar, era un revolucionario, un alquimista, un tipo con otro agazapado en su interior al que de cuando en cuando permitía asomarse y le dejaba manuscribir unos versos. El otro, el correcto, hacía seguros, se hacía la corbata con absoluta corrección y paseaba con el aire distinguido de las personas sin tacha. Tal vez ese no era él. 


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