Leer una novela de una sentada puede constituir una anomalía, aunque sea corta y lo permita. No se tiene el plazo de la conciencia, el de ir rumiando los personajes y asentarlos, hacerlos tuyos. El mérito enorme de Los extraños es que esa anomalía (la de leer sin interrupción, la de consumirla en horas) es casi recomendable. Bilbao escribe sobre la otredad, sobre los demás, sobre los que no se esperan y te aturden con su visita, da igual que sean iguales o seres de otro planeta, como anuncia la (estupenda) portada, como todas las que se despacha la (estupenda) editorial Impedimenta. Los extraños no es una novela exigente: se lee con fluidez, no contiene retorcimientos más visibles que los comunes, los de cualquiera que desempeñe sus tareas de a diario y las comprometa cuando un familiar al que no ve hace tiempo (si es que alguna vez ha visto) se presenta en la casa de los padres, en las que pasan unos días los protagonistas, Jon y Katharina, y hace trizas la rutina de la pareja, aburrida y cansada, sin alicientes o con los mínimos para que la relación no se arruine irremediablemente, no sabemos (o luego contundentemente sí) con qué propósito. Los extraños son los visitantes y son las tres naves extraterrestres que sobrevuelan la población en la que se desarrolla la historia (Ribadesella, la localidad natal del autor, por otra parte) y atraen a una legión de ufólogos y curiosos para dar cuenta del prodigio. Bilbao crea un relato inquietante. Sencillo, en apariencia, de muy fácil seguimiento, introduce una fantasmagórica presencia, que no son los platillos volantes, aunque planean con paradójica vehemencia durante toda la narración, sino la de los propios personajes, que son (a su antojadiza manera) los verdaderos seres extraños a los que alude (verosímilmente) el título. Se viene algo abajo al final, en mi opinión: hay un brusco cierre que no apura las posibilidades narrativas del trayecto que va de lo doméstico (la vida de las dos parejas en la casa) a lo periférico (la injerencia de la circunstancia extraordinaria de que los platillos ocupen el cielo y lo impregnen todo). No cunde, a su favor, el efectismo, el recurso fácil, la inclinación a un estado más prosaico de la historia. Bilbao es hábil creando atmósferas sobrecogedoras (léase, por favor, Basilisco, un western coral, un milagro en la literatura en español) y en rehuir cuanto ayude a que todo se clarifique con cómoda antelación. Hay que leer con esa mirada magnánima (sí), pero también cuenta lo que, no leyéndose, prospera, adquiere cuerpo, se atribuye la verdadera sustancia de la trama. Se nos concede una asepsia, una distancia: Bilbao prefiere prescindir de la ortodoxia, aunque sea una lectura canónica, admítaseme esa contradicción. Prefiere los crujidos a las roturas. Todo parece tambalearse y venirse continuamente abajo, pero no llega a producirse la demolición. Que sea breve (leída, insisto, en una sentada) hace que interese como idea, como cuento largo que se rumia después y que, a pesar de alguna debilidad, se queda.
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