29.9.22

Es tiempo (Alfonso Brezmes, La Garúa, 2022)

 



Del tiempo no se tiene otra propiedad que embeleso de brújula y de cauce. Nos ocupa con vehemencia o nos devasta con su perseverancia de hierro. Es tiempo siempre de acunarlo o de granjearnos su arrullo primario, el de ala que festeja el vuelo, el de luz que enmienda la provisión de las sombras. Escribir sobre el tiempo es un recado frágil y no se da con el tono: se enturbian las palabras, se niegan a conceder la sustancia del secreto que tutelan. Alfredo Brezmes sabe que “los poemas no nos dejan ver ls poesía” al modo en que el tiempo no nos faculta para entender la vida. Una y otra, poesía y vida, fluyen sin que el poeta sepa cómo salir “de un bosque tenebroso”. Tal vez el bosque en el que anda perdido, invisible, fiero o dulce, sea su única residencia, por más que se crea ungido por algún don y se arrogue la certeza de que su lengua, “torpe,/ sea la piedra que se vuelve canto “. 


No hay nada extraordinario ni siquiera en el oficio de escribir. Ni vivir consuela del fracaso de entender la sublime elocuencia de ese tiempo o su emborronado trasiego de adversidades. A la verdad a la que íntimamente se aspira no se le asigna un patrón, no sabemos qué agua convendrá para aliviar la sed ni qué manos nos escoltarán por la senda prescrita, por el frío de la pagina en blanco o por “la música que se oye / cuando cesa la música”. Hay algo metafísico en la escritura terrestre de este hermoso (sincero, luminoso, inagotable) libro de Alfonso Brezmes. Es esa creencia antigua de que “las palabras son llaves; (y) las cosas, cerraduras”. El filósofo pide paso, se inviste de poeta, sueña un heterónimo (como Pessoa alentó en la intimidad los suyos) que le hable y lo instruya, que le autorice a dar con su voz y saber renunciar a ella. Un poeta, Brezmes lo es con completo colmo, es una máscara y ninguna permanece mucho tiempo: se canjean, se invitan a deshacerse, se gustan cuando quien las porta las abandona y deja caer al suelo para que otro, quién sabe si uno mismo, desmemoriado, las fije de nuevo s la cara y comience otro juego. 


Es tiempo es poesía que requiere quietud. Se lee con pasmosa facilidad, no hay alambiques inútiles, no consta que se precisen. Todo obedece a un propósito misterioso al que no le interesa emboscarse ni entenebrecerse. El poeta no se precave apenas, no teme a la oscuridad, hasta la requiere para manejarse con más ocupada habilidad en el afán de dar con la luz que hubiera. La hay, está “la gracia de existir sin un porqué” y (esto lo barrunto yo) desaparecer sin que lo rubrique una causa. El agua encontrará al final su pozo; el tiempo tendrá cuando nos duela su sentido. 


Escribir un poema es construir un puente, tender el verbo, decantar la palabra. Este libro es de clara lectura y sus versos, como luz que se expande y alcanza donde no se la espera, permanecen en el sosiego de la memoria del desprevenido lector. Hay que leer con ese asombro novicio.  Es tiempo es poesía que no se inclina al poeta, a su decir privado, sino a la misma poesía, a la que alude, con la que se festeja, en la que el propio autor (salvo contados poemas) desaparece para ofrecer un catálogo de diversa adscripción (el tiempo, la identidad, la otredad, la vacuidad, el humor) que, si se fija la atención debida, conforma un bloque sólido, nada disperso, consciente de su unidad y su destino. El yo no es que no exista, sino que se aparta, da de sí un breve apunte biográfico (sutil, declaradamente sobrio) y luego lo sacrifica en pos de un más alto propósito. 


No hay hermetismo: todo lo alienta la claridad. No hay divagación: todo obedece a una concisión extraordinariamente lúcida y conclusiva. Es tiempo requiere calma (esa quietud contemplativa, ese sentir y ese pensar juntamente) para acoger la urgencia de su mensaje, eso hace constar el propio autor. Todo libro es una paradoja del tiempo: se aviene con solícito entusiasmo a que se aquiete y mesure su lectura y, sin embargo, pugna por contagiarse de prisa, como si lo voraz le conviniese, como si el vértigo fuese un timón y todo se entendiese mejor cuando esa exigencia irrumpe. Un libro de poemas (este libro de poemas magnifico) también es una paradoja. Este lector entusiasta lo ha aplazado, lo ha amansebrado, lo ha zarandeado, lo ha buscado al modo en que a veces la belleza y la inteligencia deciden y, finalmente, lo ha dejado como ocasional depósito de deslumbrantes hallazgos y de milagrosos versos. Sin fractura esa decisión.  


"El cuerpo teme que el alma también tenga memoria". 


En ocasiones, la verdad eclosiona como un destello, sin que se presagie, desangelada y fría, desocupada de protocolos y de ritos. Así esta poesía de Brezmes: se erige el "amor a la gravedad: su pertenencia", pero todo sucede con liviana (y terca esa liviandad, otra paradoja) voluntad. Pareciera que el poeta no da con las palabras, aunque las elija con proverbial atino. Que las "palabras huecas" horaden la superficie y encuentre, en el fondo, en la lectura, un lugar en donde quedarse y aliviar la orfandad o recamarla de significado. 


"Los poemas no nos dejan ver la poesía".


Merecería libro aparte, volcado de este, extraído de su costado verosímil, insólito, el registro de palabras que anhelan un contenido, uno firme, que no admita reemplazo. Así dice que el hombre es "parte que se ha independizado de la piedra. Piedra para el hombre". La piedra que cita "se ha independizado de la montaña. No hace falta ir a ella, porque ella viene a ti para probar tu dureza". Somos lo que el paisaje decide: él nos convoca y evalúa, él hace que franqueemos el tiempo o que caigamos. Como una teoría cuántica de la misma lírica. (Inserto: Lo profundo corteja a lo superficial, como hoy él ha indicado. 


Prosigo con las indagaciones léxicas: Brezmes, tomando a mi amado Bartleby, prefiere no decir, incluso haciéndolo. Hay una sustracción legítima, pura, que "vence lo inefable". Ese aliento lo llena todo. "Todo queda a merced / de lo que no puede decirse", leemos en Preferiría no hacerlo, mi poema favorito de entre muchos. 


“A todo poema le sobran, /al menos dos versos» lo cual no diría nada en cualquier poema salvo el que contiene solo dos. 


El deseo es el "lugar que se desplaza con nosotros, / como la vieja nube que sigue al pesimista". Versos que podrían ser otros. "De todo cuanto he escrito / quedarán cuatro versos mal contados. / Y quizá sean estos". Es el propio poeta el que, iluminado, se invalida como poeta, se desdice, se prefiere lector. “La verdadera ley no precisa ser escrita. El verdadero poema tampoco.” Hay un rico poso de grata humildad que (un poco borgianamente) se jacta, más que del ingenio poético, del mero talento lector. Lo que de la poesía emana queda en la poesía, aunque se entienda que haya un inmenso inductor atrás, un demiurgo hábil o un aforista súbitamente tocado por la gracia de la lírica (un aforemista, me permito) que se congracia consigo mismo y se le adivina (modesto, pero firme) entusiasmándose con la forja de los versos, confiado en decantar los precisos, sin que haya ese fluencia habitual (no se la reprenda en demasía) en la que el poeta se explica y da de sí la rendición de una intimidad. Aquí la hay, no se precisa otra herramienta que la indagación morosa en los versos, que son espléndidos. 






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