13.7.22

194/365 Waldo Lydecker

 



"Nunca olvidaré el fin de semana que murió Laura. Un sol de plata brillaba en mitad del cielo como un enorme y magnífico cristal. Ese fue el domingo más caluroso que recuerdo. Sentía que yo era el único ser humano caminando por Nueva York. En el momento de la muerte de Laura yo estaba solo. Yo, Waldo Lydecker, fui la única persona que de verdad la conoció"


  Waldo Lydecker


Sofisticado y pulcro, atildado y etéreo en su elegancia aristocrática, dandy enjuto de verbo afilado y formas de cortesano versallesco, Waldo Lynecker es, en la memoria cinéfila, el columnista cínico que escribe sus mordacidades en la bañera, el amigo de Laura, la mujer del cuadro, el objeto convulso de su Pigmalión privado. También el que dice usar una pluma de ganso mojada en veneno por bolígrafo. Waldo es quien conduce a su adorada Laura a la cima de la vida pública. Como si todo cuanto diese de sí proviniese de su forja. Waldo crea a Laura. Es su demiurgo. Fascina ese personaje perfecto sin el que la trama entera de Laura se vendría estrepitosamente abajo. Tiene toda la película ese punto necrófilo (entre lo onírico y lo detectivesco, entre el mejor cine negro y el mejor cine fantástico) que nos permite avanzar por la historia sin que sepamos a qué género adscribirla. Qué necesidad habrá de eso. Importa poco que se nos cuente el final nada más iniciarse el relato. Tampoco que la desgraciada Laura sea menos mujer fatal de lo que el canon prescribe. No hace falta que veamos cómo alguien le dispara en la cara nada más abrir la puerta. Ni siquiera que esa circunstancia sea cierta. Ni que la muerte de alguien verdaderamente importe. 


Otto Preminger sólo precisó de una escopeta y un reloj (dos idénticos) para hacer una de las mejores películas de la historia del cine. Laura no es solo un artefacto de intriga criminal perfecto, sino un estudio sobre los celos y sobre la ceguera del amor. Hay quien sostiene que el buen cine - o más precisamente el buen cine negro - únicamente precisa un arma y una femme fatale. Que a partir de ahí los argumentos fluyen solos y se cierran solos. Una historia a salvo del rigor homicida de los años, que subsiste por un tema inmortal - cuya nítida y tantálica melodía ocupa todo el metraje - y algunas escenas absolutamente imperecederas, alojadas en el devocionario iconográfico de todo aquel que se haya sentido alguna vez perturbado por la magia del séptimo arte. Porque el cine es una perturbación. Y éste que aquí glosa sus vicios cinéfilos, un perturbado.

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