3.7.22

184/365 Rust Cohle

 



Estas sombras amables cuando atardece, este viaje del que se regresa vacío y solo con el alma como prendida a un hechizo, como si de repente un temblor nublara la memoria y uno no supiera el tamaño exacto del corazón ni la propiedad privada de las palabras. La sangre avanza loca sin brida que la amarre ni caricia que la acune.


La sangre tutea a la muerte, la sangre es un delirio en la noche, un purgatorio dulcísimo donde el alma festeja sus incendios. La sangre no tiene pudor, no cree en Dios, no sabe por qué discurre por las carreteras oscuras del cuerpo, ni conoce su vocación de semilla y de salmo, su delirante oficio de brújula y de río.


Dios está ocupado. Entretiene su vigilia infinita escribiendo una novela sin palabras. La atmósfera de la trama es más importante que la trama misma. De hecho no hay trama  o son muchas y el tiempo las multiplica y las confunde. Dios es el detective lento, el vigía paciente que escruta el aire y lo pesa y lo custodia después en su memoria. Dios no se preocupa de saber quién no cumplió las leyes, pensé,  pero se esmera en sancionar,  en reclutar pecadores a la causa eterna, en registrar la fiable lista de muertos y de vivos, en cuidar de que su obra no flaquee y perdure por los siglos de los siglos y le levanten catedrales y se inclinen y le veneren.


Aquí en la tierra festejamos la luz,  la veneramos, es la sombra la que duele, la oscuridad con su ejército de demonios duele, pero no nos abatimos, nos decimos continuamente que debemos seguir bebiendo de la copa el licor dulce y áspero y limpio a sabiendas de que en el último trago aguarda el veneno, espera la sombra, la tiniebla con su rosa negra, la rosa negra con su pétalo muerto.


Todo es un círculo, amigo mío. Vamos y venimos sin saber que giramos. Tenemos la certeza de que una casa nos pertenece y tenemos a la mujer y a los hijos, pero todo es frágil, todo es ilusorio. Nada es nuestro, nada podremos llevarnos. Nos hemos ido quemando poco a poco. Un incendio lento, un fuego sin prisa.


El mal nos ha invitado a que presenciemos su ir y venir por la historia de los hombres. El mal no se arredra cuando vence la luz no se aparta, parece que ni le importa. El mal es una revelación absoluta, un caos febril y fértil y sucio y lo tenemos dentro de la cabeza como un cáncer sigiloso y terrible, como un demonio paciente y mortal.


Aquí en Carcosa, donde vivimos, los hombres anhelan no saber, fornican y beben y matan. Imploran a Dios que los guíe, pero Dios está ocupado en hacer árboles, ciervos y nubes, en repetir el festín goloso de la sangre yendo y viniendo por el cuerpo, repitiendo el milagro de la vida. Dios no puede estar en todo, cómo podría, dime, si además escribe infatigablemente la burda historia de sus criaturas


Yo soy el que busca el sentido a las cosas. Soy Rustie, el poli yonki,  el bebedor de cerveza Lone Star, el pecador convencido de la trascendencia metafísica del pecado, el detective arrojado al abismo y devuelto a la barra de los bares. El que sabe que no hay recompensa divina, ni derecha del Padre, ni caricia que alivie, el que ha bajado al infierno y ha vuelto.


El infierno es un carretera secundaria en mitad de la noche, es un círculo de fuego, es la muerte coronada con astas de ciervo. Si me preguntáis, diré que no he visto a Dios en el descenso. He preguntado por él, he aguzado la vista, he abierto mi alma, por si quería visitarla, pero no ha dado señales de vida. Estará ocupado, estará lejos, estará dormido. He bajado al infierno y he vuelto. He visto el miedo sin máscara. He abrazado el mal puro, el mal antes de que el hombre anduviese por el mundo. El mal sin corromper todavía, como un niño que tira una piedra y sonríe cuando el azar le abre la cabeza a un perro.


Lo contrario al mal es la luz. El día es claridad, es fulgor, es plenitud. El día es vasto y da bríos al jinete en la cópula. Destila cánticos de luz, cifra el mundo, derrota a la tristeza, tienta al azar en el centro mismo de la palabra. Es el numen de todas las cosas, rescata la semilla de la semilla y asciende altivamente a lo sublime.


La luz no se discute nunca. No conoce patria ni se deja aprisionar en banderas. Reparte las causas y los azares, embosca a la razón y la vence. La luz es el tahúr enamorado de su manga. Nos instruye en los vicios de vivir, pero luego abandona nuestra custodia, nos arroja a la sombra y a su trama de niebla Todo lo que hayamos podido aprender no sirve para nada. Estamos desnudos, desnudos y solos. Desahuciados, en el desconsuelo, en el caos, en el vértigo y en la fiebre.


Vence el mal, eso deberías recordarlo bien. Vence sin algarabías, ni grandes canciones que festejen el triunfo y lo anuncien al aire.El mal no tiene épica. Prefiere el disimulo,el cuidado de no delatarse en demasía. El mal es el aliento primero del mundo y esconde en su cauce el secreto del universo.


En el día primero se convidó a subir a escena. y desde entonces, a dentelladas, escarba la tierra, gobierna el fuego y hace que las bestias abreven en su boca y los hombres enloquezcan en su nombre.No hay quien no lo haya acariciado. Es el insomnio de la muerte.Es el nombre primero, la invitación primera. Su oficio es desbocar su fiebre antigua de oleaje perfecto. Nosotros somos los enfermos, los desheredados.


Antes que vértigo o incendio o fuga, Dios fue un desmayo abundante y un gozo exacto. Algunos lo han visto escribir la herencia de la tierra, izar la hombría y preñar los espejos. Los poetas ven esas cosas y las registran, Pero yo soy Rustie, el bebedor de Lone Star, el detective místico, el que vela en la sombra y viene a recordar quién manda, quién administra la herrumbre y el peso muerto de las horas.



No llevo la cuenta de los días desde que acabo todo. Sólo percibo el dolor y lo que el dolor deja cuando irrumpe. Salgo a veces a la calle y paseo, me despejo. Hago lo más parecido a ser normal, cuando tuve una familia y pagaba a plazos un televisor, pero quién querría ser normal si ha visto el infierno en la cabeza de una puta muerta, si ha mirado al diablo y le ha sostenido la mirada, si he entrado en el laberinto y he hecho el camino de vuelta, aunque fuese otro el que regresó, no yo.


Yo estoy en el infierno y en el laberinto. Hay voces en mi cabeza que me aturden. Se las oye de noche como si fuesen perros que ladran a lo lejos. Entiendo lo que dicen. Me hablan las voces y saben que las escucho. Los detectives sabemos escuchar. Algunos días no puedes dormir, temes caer en el sueño y empezar a girar de nuevo. Sólo quieres parar, beberte una cerveza sentado en el porche, fumando sin prisa, mirando la bóveda celeste, la cuenta de estrellas. Tampoco llevas la cuenta de las cervezas, ni del tabaco, ni pudiste contar las estrellas. Te estás matando, Rustie. Lo haces adrede


La gente de por aquí ni siquiera sospecha que hay un mundo ahí afuera. La gente de afuera no sabe que existe un mundo aquí adentro. La gente prefiere tirar una moneda a la fuente antes que salir y trabajar y ganarse el pan nuestro de cada día. La gente de por aquí cree en todas esas historias de milagros. Las tienen en las mesitas de noche y las leen antes de conciliar el bendito sueño. Parábolas. Prodigios. Peces y pan. Salmos. Creen que vendrá el salvador y los meterá en su barca cuando el agua haya cubierto el tejado de las casas y suenen las trompetas del apocalipsis. A la espera de que ocurra, se entretienen en lo que pueden. Beben y comen, fornican y duermen, rezan y blasfeman, pero todos se matan con lentitud. No sólo se disparan o se clavan cuchillos. Se ponen hasta arriba de bourbon de Louisiana y piden que ocurra el milagro. No hace falta que tengan un crucifijo en el salón de sus casas. Creen que al abrir la boca habrá una oreja que escuche. La boca con sus pequeñas palabras. La oreja con sus grandes silencios.


Yo tengo un crucifijo en el salón de mi apartamento. Lo desclavo a diario y lo miro con perplejidad. Tengo la taza de café en la mano y un cigarrillo en la otra,  así que temo que se me caiga y se rompa. Debe ser un milagro que no se caiga ni se rompa. Te miro a veces como si me estuvieras hablando, pero nunca has dicho nada, Jesús. A veces creo que soy yo el que no escucha. Dios hablará a su manera y tú me confías lo que te dice. Los dos somos intermediarios, ya lo ves. Dios no usa el inglés, ni el español. Dios no necesita palabras, se hace entender sin ellas. Seguro que nos habla y nos reprende cuando nos portamos mal. Las pesadillas que tenemos de noche las escribe él. Son el castigo privado por nuestros pecados.


Dios hizo al hombre y no se preocupó de la criatura que hizo  a su imagen y semejanza. Lo dejó en la intemperie. Sólo le habla en susurros, no atiende a sus súplicas. Si lo hiciera, no habría dolor, ni tristeza, ni habría gente como yo matándose a diario, despreciando el regalo que se me hizo, pero no tengo valor para suicidarme. Al menos mientras queden unas latas de Lone Star en la nevera y tabaco en el bolsillo. Y ya ves, sigo aquí, en Carcosa. Me siento en una silla y miro las estrellas cuando ya es noche cerrada.


Lo primero que pienso es qué insignificantes somos. Después pienso en mi madre y en lo que me decía. Hablan bien las madres, cuidan de nosotros, pero no las escuchamos, no tenemos paciencia. Seguro que una mosca no tiene esas preocupaciones. Las moscas no tienen metafísica, ni madres a las que respetar, ni tampoco cielo, ni infierno, ni eternidad. Su vida es corta y la muerte las cortejan desde que nace. Lo que da tiempo en treinta días. 


Bebo Lone Star, me he traído un pack de seis. Escucho cómo ladran a lo lejos los perros. Ya no sé muy bien lo que dicen. No comprendo las palabras de los perros. Como dijo un poeta, tuvimos la experiencia,  pero perdimos el significado. Hay un libro por ahí con ese poema. Un día tengo que buscarlo y subrayar ese verso. Por si se me olvida. La memoria es un juguete del que no te puedes fiar. A veces funciona y a veces no. Según le da, a su antojadizo capricho. Yo soy un corazón bueno que ha visto la sangre tutear a la muerte. Las nubes tienen una lentitud preciosa. 


(True detective)


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