7.7.22

Breviario de vidas excéntricas/ 32 / Venancio Cabrales


                               A Luis Sánchez Corral, que

                               me dio clases de amor a la

                               Literatura. En memoria. 

                               A Juan Luengo, que siem-

                               pre hace fácil lo hermoso.

                               Maestros ambos.


Dábale arroz a la zorra el abad es un palíndromo, o sea, se lee tanto a diestra como a siniestra: sin pérdida, sin alteración. Creo yo que hay en esta hermosa lengua nuestra, tan boscosa y fértil, poco empeño en prestigiarlos, pero ahí está la zorra, imán de ociosos. Hay quien se emboba con estos hallazgos, quien consagra su talento o su versatilidad creativa en hurgar así la maraña del idioma. Llevo toda la mañana con el empeño (dignísimo, no me lleven la contraria) de dar con algún palíndromo nuevo: empresa baldía. Se me dio mejor aquel día en el que me propuse no pronunciar la “o” o ese otro en el que me prohibí tajantemente los adjetivos y entraba en la oficina con un desconcertante “días” que puso a un compañero de poco rizo imaginativo a mirarme con gana de mandarme a la santa mierda. Hay gente verdaderamente fascinada con estos juegos léxicos y se consagran a su revelación como quien predica el amor a la filatelia o quien fatiga las calles en busca de una señal que anuncie la gloriosa venida algún salvador de los cielos.                              


Dudo que estos ejercicios vayan más allá de la frivolidad: no dejan de ser malabarismos semánticos y no dan tal vez otro beneficio que entretener el café con los amigos o publicar, a beneficio de bibliógrafos de lo inútil,  Los mil mejores palíndromos de la lengua castellana. Ignoro si el turco posee también estas excentricidades filológicas, pero no tengo ningún motivo para pensar lo contrario.

Manolo Villegas, mi amigo del alma, mi compañero de despacho, se pierde en los diccionarios a la caza de vocablos raros. Tiene en casa miles de libros formidablemente instalados en anaqueles de grueso tomo. Posee rarísimos volúmenes sobre la Mecánica de los fluidos y novelas a lo Corín Tellado. Me dijo ayer si conocía el hipocrás. “Ni idea”, respondí. “Es una bebida de vino, canela y azúcar, querido Venancio”, confirmó con cara de haber descubierto algún planeta y tener delante la plana mayor del Nacional Geographic. “Una sangría menguada”, apostillé. En adelante pediré hipocrás en los bares en lugar de té o de cerveza, bebidas excesivamente ligadas a una tradición que el lenguaje debe remozar. Manolo se ha obstinado ahora con los palíndromos. No duerme: le roba horas a los cuadrantes de la oficina. Abandona a la mitad las conversaciones ante la sospecha de que un palíndromo nuevo ande agazapado en lo que vamos diciendo. Yo soy feliz con mi hipocrás. Mañana me abstengo de pronunciar verbos en pasado. Mi hermano, Laurencio Cabrales, me sanciona. “Aplícate a propósitos más útiles”. No desoigo su admonición, pero aspiro a dar con un patrón que me guíe.

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