17.7.22

198/365 José Lezama Lima

 




Hay palabras que se usan adrede, con entera conciencia de que se está cometiendo una especie de osadía o de imprudencia y que, más que el mensaje que se desea transmitir, lo que cunde es la construcción misma del mensaje, las herramientas interpuestas, todo ese léxico que ha ido perdiendo apostura y ganancia entre los usuarios de la lengua  y que, si no se maneja, caerá en un lamentable (triste y penoso) olvido. A veces esas palabras surgen en lecturas y causan un revuelo apreciable, pero cuando de verdad conmocionan (déjenme tirar de épica) es al concurrir en la conversación, da igual que sea propia o la escuches, casi más si la pillas al vuelo, en un paseo, si alguien la esgrime como natural y el desprevenido, el inocente eres tú. Cuando leo a José Lezama Lima soy el inocente, el desprevenido, el conmocionado, el revuelto, el que de pronto ha descubierto que lee por primera vez y que la literatura es un estruendo en la sangre, en la memoria, en las manos que no saben cómo coger el libro y lo sueltan junto a la taza de café y miran el cielo por si hay alguna señal que nos aprovisione de entereza y permita que sigamos avanzando por el paraíso hasta que recibamos la unción de la dicha. La palabra en Lezama Lima es de un barroquismo luminoso, no sabiendo bien si casan esas palabras. La escritura de Lezama Lima es gongorina porque el humo de sus puros enormes crea, a falta de capitel corintio en donde afincarse, volutas en el aire y la voluta es por naturaleza asunto barroco. Detrás del humo, el hombre: el chaleco infatigable, la corbata a rayas, la cara como de desencajado de algo, los libros apilados sin gobierno de su biblioteca, que sería un aleph desde el que asomarse a sus poetas franceses o a su amado Don Luis. 

Leer a Lezama Lima es una experiencia musical, por lo que no se precisa en todo momento que se entienda cada nota del texto. Basta encomendarse al arrullo de las palabras, a cómo se hacen carne y hasta parecen poder tocarse, apreciar si reclama que se la acaricie o rehúye el tacto. Leer Paradiso es un acto de valentía que no va a ser reconocido por nadie que no haya estado allí, en su poética novelada, en ese insólito lugar en donde no dudamos que el autor ha puesto su vida (así lo refirió) sino donde nosotros ponemos una parte (la más sensible, la de mayor intimidad tal vez) de la nuestra. No creo haber leído casi nada que me haya supuesto un gozo mayor que Paradiso y, en menor medida, su continuación, Oppiano Licario. Se sale indemne, pero convencido de que fue un viaje la lectura (cuándo no lo es) del que no se tenía idea del trayecto ni, las más de las veces, la conveniencia del destino: era mucho más aprovechable el ir un poco a ciegas, deslumbrado por las palabras, obligado a leer y a releer trozos y convenir que la vida de José Cemí y la de sus amigos en esa época de la Cuba de finales del XIX y parte del XX es la voluptuosidad del lenguaje (carnal, lento en la frase, sinuoso, musical) que Lezama Lima urde para que la poesía, la gran vencedora del texto, fluya y explique lo que por lo común no se le exige, que es hacer un mapa fiable de las cosas, una especie de tabla periódica de la misma vida. Están el cielo y el infierno (en los que no creía, a pesar de su temprana educación católica) en esa divina inspiración que le hacía mover la mano y escribir. Parece decirnos que si la vida es compleja, a qué hacer sencilla la literatura. Porque la suya no lo es: no lo pretende, no valdría, no estimularía como lo hace. 

Creo que hay una desatención enorme a la figura de Lezama Lima. Se la aparta por la velocidad de los tiempos en los que vivimos. No se le lee porque habría que aplazar algo de lo que hacemos cuando no lo leemos. Más que por la impericia, no hay tal, no leemos Paradiso porque nos aturde la ferocidad de su lenguaje. Queremos que las palabras nos acompañen, no que nos invadan. Las de Lezama Lima, la manera en que las coloca para que suenen o para que provoquen o para que aturdan, son mágicas. Es magia lo que se produce: un tipo de hechizo del que no hay brebaje disuasorio. Hay lecturas que nos atrapan y otras que, agradando, pasan, discurren en el tiempo en que las usamos, no más. Sucede con algunas libros como con algunas palabras, que resplandecen y conmocionan más (de nuevo me ha venido el verbo) cuanto mayor es el grado de dificultad que nos acarrean. No hay nada anterior a Lezama Lima que se parezca a Lezama Lima, ni nada posterior. Lo que creó fue creado por él, no hay palimpsestos, aunque podamos encontrar retazos de modernismo o de ese arabesco del barroco que tanto le he pesado para que su literatura no florezca como merece. Leer Paradiso, dejad que me centre en ese libro, el que me deslumbró, es adentrarse en una espesura. Sorprende (fascinar es más legítimo) que no viajara. Habitó dos casas en sus años de vida. Una, la del 162 (temo equivocar el número) de la calle Trocadero, mítica. No salía de La Habana y recurría a Gide para justificarlo: "Toda travesía es un pregusto de la muerte, una anticipación del fin. Yo no viaje: por eso resucito". Cuando murió, de gordo que estaba, no pudieron sacarlo por la puerta. Usaron una ventana para que saliese la camilla. 


En sus diarios, escribe: "Yo nunca he pretendido darle dolores de cabeza al lector. Escribo así porque escribo así. Poesía clara y poesía oscura son ya conceptos trasnochados. Todos aceptamos que existe el día y la noche, el agua y la tierra. Hay que aceptar también que existe una poesía clara y otra oscura que es anterior a mí, anterior a Góngora, anterior al barroco. Lo claro y lo oscuro poco importa en verdad. Lo que cuenta es el reverso enigmático de lo lejano y lo cercano a lo que Pascal hizo referencia". Es estúpida la madurez poética, recoge en otro aparte de ese diario. Lezama Lima escribe para todo el que desee leer. Habrá quien encuentre penoso el camino y quien el anhelo de acabar (de saber cómo acaba, eso tan literario) no suceda. Lo venturoso (lo que hace festiva la lectura) es que suceda y haya habido quien la ha transcrito. Como una mano invisible, como un dios ocurrente, como un demiurgo sublime. Veo a Don José fumando sin interrupción. Las persianas están entornadas. Se tamiza una luz alegre y profunda. Está sentado en un butacón amplio. Era un hombre grande. Lo que no entiendo (no hace falta) es el momento en que la página en blanco empieza a enmarañarse y la palabra lo ocupa todo. Son de ella todos los festines por venir. Apenas ha empezado a desentumecerse y gustarse, avanza con un remolino de voces y de afectos. Unas piden otras. Lo hacen adrede. 


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