6.7.22

Breviario de vidas excéntricas / 31 / Heraclio Pizarro

 Un perro ladra a lo lejos. La noche lo hace invisible. Sólo percibimos el eco de lo que dice. No se entiende nunca un ladrido de un perro, pero este perro que ladra a lo lejos tiene miedo. Todos los perros tienen miedo de noche; en eso son muy humanos los perros. La oscuridad que les cierne los amedranta, los rebaja, los hace frágiles. Extraña, siendo perros, sabiendo ladrar y acostumbrados como están a episodios hostiles a poco que ponen la pata en la calle y se encuentran con el trasiego habitual, con los semáforos, con los coches, con otros perros que tienen el mismo miedo, el miedo antiguo de los perros ciegos, ese miedo a lo que no se conoce. Debiéramos ser perros un tiempo, ver qué efecto produce el ladrido, dejarnos querer por un dueño, ver si de verdad somos tan fieles, tan leales, tan buenos como dicen, y luego volver a lo humano y recordar matices de la vida perruna, recordar la jerarquía en las calles, la sensación de elevar la pierna en la esquina y evacuar sin pudor, la de alegremente ver hembra y olisquearla con la intención de acabar montándola. Es la noche la que malogra esta aventura canina. Te imaginas al perro, solo el animal, desamparado, recorriendo las calles, removiendo bolsas de basura, porque creo que hacen eso. Una de estas noches salgo y busco perros que confirmen mis especulaciones No sabe uno bien nunca a qué atenerse: si a lo conocido o a lo que no está al alcance y produce zozobra.

Hay a quien no le produce zozobra ni quebranto saber que se va a acostar siendo Heraclio Pizarro y se va a levantar perro, perro de cualquier raza, perro pequeño y lanudo o fiero y grande, con ganas de trifulca nada más poner la pata en la acera. Yo no sería un buen perro, ni siquiera uno tolerable por sus dueños. Acabarían dándome la patada o espaciando las caricias o los juegos. Yo de perro no valgo. No sé. No porque tenga yo información previa, razonable, de la que disponer y a la que consultar para saber qué va a pasar y cómo. Manejo una intuición firme, la que no puede reprimirse. Me sentiría mejor en otro animal, si es que es posible esa transmutación zoológica que entretiene mi molicie (ay, qué de tiempo que no pongo yo molicies en la frondosa materia del texto), en lugar de aplicarme en menesteres de más enjundia, que hay. Ahí están, mirándome desde lejos, como un ladrido en mitad de la noche. Es curioso el modo en que se escribe, no se conoce el propósito, únicamente se deja uno llevar. Qué bien el dejarse llevar, qué placer el irse, qué esplendor no igualable a ningún otro, recita el entusiasta amanuense.
Piensa uno en escribir y piensa también en lo que escribir (escribir bien, por supuesto) se parece al sexo. El que escribe no piensa siempre en quien le lee, es mejor eso. Uno es su propio lector. Yo, Heraclio, soy perro por la Gracia De Dios. Ninguno más severo, ninguno más interesado en que la lectura fluya, trasciende, vibre a veces. Podría ser perro y Heraclio. Las dos entidades juntamente. Ahora, justo en este momento en que percuto el teclado, oigo al perro, siempre a lo lejos. Es el perro concentrado en sí mismo, en su condición de perro. Y entonces no atiende a la hembra que monta, sólo la monta, le deja sentir el peso brutal de su virilidad o el peso liviano, pero entusiasta. El sexo es siempre entusiasta. El plan cósmico hizo que el sexo fuese una delicia para que las especies no se viniesen abajo, no acabasen enterradas en el gris, en el tedio, en el terrible tedio gris de las mañanas enormes de la existencia. De no ser tan grato el sexo no estaríamos usted allí, leyendo, un poco con pasmo y otro con incredulidad. y yo aquí, en este lado, ocupando las horas de la mejor manera posible. Ésta no es mala. Se agradece que los perros amenicen la noche. De los que escucho ahora puede pensarse que se acercaran. Lo hacen con velocidad, ladran a veces, otras van sin que se aprecie que lo hacen. Sólo de vez en cuando paran y observan la luna. La misma que entreveo en las nubes. No es la misma que la de anoche. Nunca es la misma luna. Ni uno es el mismo. Ni los perros. Imagino al perro en un sentido metafísico, no uno apreciable, pero todas las criaturas deben tener ese temor cósmico, esa especie de perplejidad que se produce cuando de noche uno mira la alta noche, la estrellada, la rumbosa de puntos de luz que titilan y se ofrecen y después se pierden. Creo firmemente en la existencia de Dios. Existe. Dios existe en cada ladrido de perro. Está en todos los perros, en los que me hacen pensar en un plan cósmico. Ninguna catequesis de la infancia logró impregnarme de este sentido limpio de la fe. Es el perro, el perro catecumenal, el perro proyectado desde el pasado.

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