6.7.22

187/365 Luis Buñuel

 




"Durante el rodaje de «Viridiana» me encontré con el escritor José Bergamín, quien me dijo que se proponía escribir una obra de teatro con el título de «El ángel exterminador».Yo le dije que era un título magnífico y que si iba por la calle y lo veía anunciado, entraría a ver el espectáculo. Como Bergamín jamás escribió la obra, le escribí pidiéndole los derechos del título. Me respondió que no necesitaba pedírselos, puesto que esas palabras aparecían en el Apocalipsis." Así explicaba Buñuel el origen del título. Tiene algo Buñuel de inglés o debiera tenerlo. En todo caso, El ángel exterminador es una película europea, aunque se pensase y grabase en México. La historia que cuenta (una historia dentro de otra, una especie de bucle anárquico, paradójicamente) se hubiese realzado más si los actores y el escenario hubiese sido eduardiano o la hubiese escrito Wilkie Collins o la mismísima Agatha Christie, pero ninguno de los dos era surrealista y hubiesen terminado por arrojar el libreto a la chimenea mientras se acababan el té. 



El servicio de la casa de la calle Providencia se va, la deja sola. Llegan los señores. Han estado en la ópera. Tienen ahora que contarse cómo fue, expresar lo mucho o poco que disfrutaron. En cuanto se dan cuenta de que no pueden salir de esa habitación empiezan a envilecerse. No lo hacen inmediatamente: van cobrando peso el pecado y la culpa y llega un momento en que no hay nada de lo que fueron cuando entraron en la habitación. Son otros, actúan como otros. El hecho maravilloso es precisamente ése: la demolición de las convenciones, su reemplazo por otras más atávicas y viscerales. Lo que no nos cuadra es lo que de verdad importa: un oso paseando por la casa o la piedra arrojada a la ventana. Tampoco deseamos que salgan. Cuando lo hacen, no nos sentimos aliviados. Hubiésemos preferido que la tragedia (un poco de comedia, un poco de farsa en ella) durase más. De ahí que vuelvan a quedar encerrados cuando, al dejar la casa, van a misa y comprueban que no pueden salir de la iglesia. 


El azar no obsequió a Buñuel con la fe: tampoco convino. Esa suerte de intolerancia en materia teológica conformó una obra única que vino a representar, en parte, el convulso panorama político e ideológico de la España de la que Don Luis fue forzado a huir. Todo ese agitado ideario de apostasía militante y anarquía estética tienen están formidablemente escritas en El ángel exterminador, que vale tanto como vehículo estrictamente cinematográfico que como perfil de una personalidad compleja tallada en la adversidad y en cierta escuela de libre  y creativo pensamiento ( Lorca, Dalí, Alberti ). La habilidad enorme de Buñuel (y el riesgo infinito que contrae) es hacer verosímil una situación enteramente absurda, rayana en la sinrazón: un nutrido grupo de comensales, invitados por los burgueses Nóbile no pueden (de forma literal) salir de una habitación por más que ninguna evidencia física les impida un acto tan elemental y simple. El curso natural de esos días de encierro les reviste de un salvaje instinto de supervivencia que choca frontalmente con el protocolo y las educadas y civilizadas maneras que exhibían antes del desquicio de la situación.


El ángel exterminador es la crónica de una naufragio. De hecho la obra en la que libremente se basa se llamaba " Los naúfragos de la calle Providencia", nunca escrita, pero prefigurada en la mente de Buñuel y de Luis Alcoriza, su mano derecha en toda la experiencia mejicana. Y debemos entender la película como un naufragio y cómo los supervivientes deben aprender a comunicarse para lograr salir del encierro y abandonar la isla / la habitación. Hubiese sido mejor hacer la historia en Inglaterra (contaba Buñuel) por cuanto la sociedad allí es extremadamente educada, en un sentido aristocrático del término, y toda esa educación y refinamiento convenía muchísimo a la trama del film, que venía a ser la simple idea de que, en condiciones adecuadas, el ser humano es capaz de lo más perverso, aunque se le atribuyan ( por naturaleza, por cultura ) las cosas más sublimes. Nada nuevo.


El ángel exterminador es un retrato de la decadencia humana, pero tamizada o enriquecida  por evidencias surrealistas. Quizá el pánico, el temor a la muerte o la soledad sean residuos de una forma surrealista de entender la realidad. Hay filósofos cuya absoluta escritura gira en torno a la idea de lo absurdo que es la muerte: la vida es una inercia, vivir es un continuo, y no un continuo que puede ser (ilógicamente) fragmentado, mutilado. Los invitados son seres deplorables, superiores en un sentido casi nazi del término: todo el esfuerzo de Buñuel escudriña hasta lo imposible el aborregamiento de una aristocracia culta, embebecida y altanera, que desprecia toda forma ajena a su beneficio, a su estricto protocolo.


Puede parecer una tomadura de pelo a quien asista a la película con un exceso de espíritu crítico (o cinéfilo). Hay que querer ir más allá y entender que Buñuel hizo una bufonada, una astracanada, un descenso al bochorno de que el mundo tenga gentuza encopetada que mira de refilón a los demás por el mero hecho de se distintos, inferiores, a decir de ellos. Se puede ver El ángel exterminador como broma donde la dramatización es mínima (esto me lo contó mi amigo Francisco Machuca). Todos los personajes se resignan, en el fondo, al cautiverio que les ha tocado. También los que están afuera se resignan, parece decirnos Buñuel. El conformismo hace que la sociedad no cambie, cuando debiera cambiar a diario, aunque fuese imperceptiblemente. Vista anoche nuevamente, pensada otra vez, me fascinó como la primera ocasión. Asistí con credulidad al espectáculo de la alienación. Vi con absoluto pasmo el decadente escenario al que hemos llegado,  el ensimismado refugio de la gente ocupada en ella misma, sin la menor traza de ver qué hay más allá de sus narices, por si algo de ese allende pueda sobrecogerles o hacerles pensar en el otro, en el amor o en el sufrimiento ajeno. También creí entender (eso es nuevo, no fue algo que supiese antes) que la poesía será la que nos salve. La poesía como un instrumento que no sabemos usar, pero del que no podemos deshacernos si deseamos entender algo o entendernos mínimamente. El cine es la herramienta que el siglo XX aportó a la poesía. 


Buñuel es una cuchilla abriendo un globo ocular, una niña que recorre una calle mejicana arrastrando una sábana, una mujer con un dedo vendado por masturbarse enfermizamente. Todo lo que no es cristiano me es ajeno, dijo. Era un ateo feliz que se engolosinaba con toda la iconografía en la que no creía. Era un apologético inverso. Creer o su contrario eran la misma cosa. Irreverente y culto, todo su cine contiene referencias a la religión. A Buñuel hoy lo habrían ajusticiado sin miramientos. Toda esa vindicación pagana de la fe estaba deliciosamente ocupada por el pecado y por el sexo. Todo Buñuel es esa sublimación con la que la realidad se desdice y desea hasta oponerse a sí misma. La vida, diría en uno de sus accesos místicos, es un asunto que no merece respeto alguno. Esta noche me voy a poner Tristana. Mañana pensaré en ella todo el día. Me visitará su austeridad. Vete al viejo verde en cualquier viejo con el que me tope. El cine a veces viste la realidad como le place. 

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