29.1.20

El cielo no es un cuento de hadas



“¿No basta con ver que un jardín es hermoso sin necesidad de creer que hay hadas entre el follaje?”

Douglas Adams

No basta con la belleza, con su halo de esplendor. Uno desearía contar con las hadas. La parte invisible, a pesar del materialismo (histórico o filosófico) y de la prospección científica y cartesiana, informa a veces más que el tinglado visible. Deben estar debajo las hadas. Hacen su oficio espiritual para quien disponga de sensibilidad para escucharlas. Toda la literatura, incluso la más vinculada a la realidad, depende de ellas. Dios depende de ellas. La idea de que no todo está a la vista conforta, aunque sea en un plano metafórico o simbólico, pero son las metáforas y los símbolos lo que nos alimenta y, en cierto modo, curte. Somos tristes pasajeros en una travesía ciega si cancelamos la credulidad. Tristes y ciegos también. Hay una porción de realidad que no es posible aprehender con los instrumentos de los sentidos. No la resuelve la vista, ni el oído. No es algo que veamos ni que se oiga. Tal vez ver u oír no alcance a descifrar lo visto ni tampoco lo oído. Son otras las herramientas del conocimiento; otras, las del escrutinio de la belleza. La misma poesía es un asunto mágico en el que pululan seres etéreos, que no pueden asignarse a ninguna disciplina de la ciencia. Toda ella anhela lo inefable.

Stephen Hawking dejó escrito que el cielo es un cuento de hadas para los que tienen miedo a la muerte. La religión entera es un bálsamo. A lo que hace frente la religión, faliblemente, es a la oscuridad. A Hans Christian Andersen le parecía que la vida de cada hombre es un cuento de hadas escrito por Dios. En realidad somos las únicas criaturas que poseen el don de la narración. El problema fue (sigue siendo) qué contar. Si bastaba la transcripción de los hechos tal cual se expresan frente a nosotros o si, por el contrario, merecía la pena hurgar, conferirles un rango mágico y tratar de explicar a través de esa impostura (la de la magia, la de los mitos y las leyendas, la de la religión, la de Dios) el mundo en el que vivimos, la vida que se nos confió sin que sepamos su propósito ni tengamos (he ahí el verdadero trasunto de todo) gobierno sobre ella. No creo a Hawking, muy matemático. Ni a Andersen, poco o nada matemático. Ni lo sagrado, ni lo secular. Los dos tienen vocaciones distintas y su cometido es distinto también. El asiento moral podría ser la decantación pensada de ambas. Podemos creer en las hadas, aunque sepamos que ninguna vendrá a confirmarnos su alada existencia. Su roce, aun invisible, quema. El alma comparece después: se la reclama para que aspire el calor de las historias, las palabras del fuego.

Debajo de las palabras está el asombro, la bendita capacidad de dejarnos fascinar. No hay fascinación sin que intermedie el asombro. Hay prodigios velados al que no está atento; también prodigios forzados (y hasta patéticos y ridiculice) que entusiasman al observador poco preparado. Se aprecia más el embeleso de las historias cuanto más se aparta uno de ellas. No me creo que el mar se abriera en dos y cruzara el pueblo elegido, pero entiendo la función de esa ficción maravillosa y su verdad simbólica y pura. El asombro es saludable, sentenció Chesterton, muy de hadas también, muy cultivado en todas las literaturas heroicas de sus ancestros. Los cuentos (los infantiles con más hondura) colman y sacian, pero no todo lo contado debe ser aceptado. Hay reglas. No se esas reglas: estamos al tanto de ellas sin que se nos expliquen. Lo que no se sabe, se inventa, eso lo sabemos. La primera actividad poética proviene de la fantasía. Creamos para eludir la realidad (que no siempre dominamos) y para concebir una realidad terapéutica y crítica, nuestra, confeccionada con nuestros deseos, habilitada para resolver las incógnitas que no podemos despejar en la realidad constatable y pública (lo dijo Bettelheim en su todavía vigente Psicología de los cuentos de hadas). Así que hay árboles que hablan y seres diminutos que viven debajo de la cama. El niño, al jugar, es adulto. Hace cosas de adulto, pero expresadas con instrumentos adultos. Puestos a cruzar edades, el adulto que ha dejado de jugar necesita ese mismo alimento espiritual, ese despojarse de las trabas de lo real y adentrarse en la fantasía de lo fabulado. De ahí que prefiera creer en Dios y fundar religiones. Así se otorga la función del demiurgo y construye un credo y una trama celestial. El cielo es el que conmuta la presencia terrible del miedo. Al miedo se le levantan infinitos muros. Unos rudimentarios y débiles; otros, recios, capaces de frenar la brusca irrupción de lo desconocido; todos conjurados a hacer más llevadera la vida, en definitiva.

Richard Hawking, otro descreído, pedía que no se educara a los niños con dioses y cuentos de hadas. Razonaba que esa pedagogía los distraía de un cometido vital más limpio de engaños. Es posible que haya una maquinación cultural (histórica, social, uno de esos constructos intelectuales) y también que el creacionismo sea una teoría burda y falaz y hasta infantil, pero convendría aplacar cualquier exceso moral, sea laico o sacro. Los dioses de las mitologías nos narran verdades hermosas, con absoluta independencia de que puedan tasarse y adjudicarles un peso cartesiano. Las hadas son efluvios dulces de esa verdad metaforizada. Esa legitimidad de la verdad no hace que se tambalee el crecimiento sano de un niño, ni el lugar en el mundo de un adulto. En todo caso, contribuyen a que el tránsito por la vida no flaquee y se permita (déjenme el atrevimiento) creer en lo que no se puede registrar. Qué hermoso es lo invisible, cómo nos tutela y conforta y abraza, con qué sabiduría nos guía entre las llamas de la incertidumbre. Porque la incertidumbre está ahí, a poco que uno observa. No sabemos nada, no tenemos nada. Educar en la presencia de lo invisible es difícil. Podemos incurrir en errores. Incurrimos en ellos se plantee la educación desde donde se desee. Prefiero a Tolkien que a Darwin. El escritor ilumina los senderos; Darwin los explica. Quiero saber de qué están hechos, pero no me priven del placer de recorrerlos, aunque me guíe mi ignorancia. Luego está la superstición, el volcado en crudo, sin matizar, sin darle cuerpo ni pulirlo. El cerebro no es solo un maravilloso computadora con fecha de finiquito para sus componentes. Da lo mismo que ese aserto difundido por ateos insignes sea cierto en el fondo y no haya más allá ni derecha del Padre ni hadas en los jardines. Lo trascendente es que somos eternos mientras la maquinaria funcione. Que dependamos de dioses y de hadas no deja de ser una línea de texto en la brumosa trama que se nos entregó al ingresar en este mundo. En él estamos invariablemente todos. Los que creen, los que no. Se puede creer a ratos. Habrá veces en que la credulidad sea un cuerpo vivo y dulce y otras, las más, hablo en primera y dolorosa primera persona, sea un lastre o un obstáculo. La oscuridad se cierne de continuo. Es la luz a la que aspiramos. Ese es el anhelo irrenunciable.

Vuelvo a Borges, cuándo no: dijo que la religión es una rama de la literatura fantástica, tal vez la más distinguida. Leemos las palabras de Dios para entender las palabras del hombre. Que uno invierta los términos y sean las palabras humanas las que manuscriban las de Dios es el asunto de toda la filosofía, la intriga narrativa de todo el largo y tortuoso y hermoso periplo vital. No he visto gente de fe que no haya admirado, a la que no dispense sentida envidia. Que traspase y cuaje dentro no siempre cuenta con el concurso de la voluntad. También he visto creyentes con la peregrina convicción de que todos los que no creemos a ciegas estamos perdidos. No hay tal desvarío ni la flaqueza del espíritu malogra que seamos íntimamente felices. Al final es ese el verdadero asunto: la búsqueda afanosa de la felicidad. No es otra cosa la anhelada. Dejemos que Alicia abra la puerta. 

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