Hay días en los que te vas a la cama o te levantas o pides un taxi o te afeitas pensando en si no serás en realidad George Kaplan y, aunque no manejes ninguna certeza, quién hace eso, estás a punto de coger un Greyhound plateado y componértelas para que el traje de quinientos dólares no se estropee mucho y te haga perder la buena percha. Es lo que suele suceder si una avioneta te persigue por un maizal en mitad de la nada. Si te sobrecoge de repente la idea fiable de que eres tú, no el tal Kaplan o Thornhill, qué más da, respiras aliviado, notas el pecho subir y bajar y no escuchas el motor encima tuya ni la dura tierra del sembrado abajo, pero echas algo en falta. Añoras el vértigo, el dulce peso del riesgo sobre tu cabeza. La luz cegadora. La incredulidad y el asombro. Crees (además) que cuando concilies de nuevo el sueño volverás a correr y a sentir que peligra tu vida. Lo bueno, siendo George Kaplan, es que no se te descompone el traje de quinientos dólares ni se te deshace el peinado mientras huyes. Porque estás huyendo. La realidad es más estricta, menos inclinada a inducirnos el delirio de ser otro. Tal vez sea mejor así. Estás a salvo.
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