No hace mucho, a principios de verano, vi a alguien con una camiseta en la que se veía la cara de Orwell y un texto en letras bien visibles, en inglés: “All animals are equal, but some animals are more equal than others.” Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros).Había otra camiseta, en este caso no vista por mí, sino referida por mi hija, que decía: "Make Orwell Fiction again", (Haz que Orwell sea ficción de nuevo) parafraseando a Trump y su destinado deseo de hacer América más grande, como si hiciese falta o como si no lo fuese ya. Así que Orwell ha vuelvo. Está en primera página casi a diario su batalla contra el totalitarismo, contra la opresión de los pocos sobre los muchos. Si fuese ficción, el mundo iría mejor, parece decir el eslogan. Es que Orwell fue ante todo periodista y no se limitó a escribir, aunque dejase distopías infelices en su trama, pero clarificadoras en su mensaje. Una de las más memorables es Rebelión en la granja. Al menos lo es para mí.
A la segunda vez que la leí supe que Orwell había escrito una especie de demolición personal del estalinismo. Ya estaba advertido, no fue un hallazgo personal, no tuve esos alcances. Un amigo me dijo que se puede leer un libro sin hacer otra cosa que haberlo leído, pero que a veces conviene haber leído antes otros y, en base a esas lecturas, instigado por ellas, espoleado por ellas, poder leer entre líneas, descubrir los trazos no visibles, que podrían ser los más relevantes. Siendo yo joven y por formar, ahora solo una de esas dos consideraciones sigue vigente, volver a leer la obra de Orwell me pareció una pérdida de tiempo. Tanto que leer, tantas cosas por hacer. Debí pensar que acabaría aborreciéndola o que, sabiendo de antemano lo que les sucede a los personajes, no me atraería como la primera vez. Temo que yo ya sabía qué le ocurría al señor Jones (expulsado, condenado, alcohólico) o si Napoleón, más adelante cerdo trasunto del Secretario del Comité Central del Partido Comunista y, por añadidura, líder, dictador, etc, se arrepentiría de haber matado a otros animales, contraviniendo una de las reglas primordiales de la granja. Podría haber sucedido que entendiese el significado de la novela (breve novela, cuento largo para algunos) y no me quedase en la periferia, en la historia, en la rutina narrativa de la acción. Creo que no llegué a eso, no al menos como a Orwell le hubiese gustado, al modo en que él planeó hacer que su denuncia discurriese y calase. No fui calado, no entonces. La última vez que la leí me pareció una novela admirable, un manifiesto sobre la justicia o sobre la dignidad o ambas juntamente. También una dura rendición de intenciones para que la segunda mitad del siglo (acababa la Segunda Guerra Mundial cuando Orwell la escribió) no fuese tan cruenta como la primera.
Pero Rebelión en la granja es más cosas, las cosas entre líneas, lo que se extrae si se mira debajo de la historia o se hace aprecio a lo que no se acaba de decir del todo, aunque se insinúa extraordinariamente claro: la facultad del hombre para manipular al hombre o la propiedad moral por la cual alguien hace que otro le obedezca tras haber distorsionado, amañado, tergiversado o trucado la realidad con objeto de que le sea favorable. No hay guerra que no tenga su discurso manipulador. Ni siquiera ahora podemos considerar que la ciudadanía (los cerdos, los patos, las ovejas) posea instrumentos para reconocer cuándo se la está mangoneando (ese verbo me encanta) y con qué artero fin. Sólo hay que ver el debate de investidura de estos días. Está resultando muy orwelliano. Lo que tiene de fábula la narración decae cuando la verdad se expone con su crudeza habitual. Es cuando vence el capitalismo y los rebeldes juran que no era su intención o que no creían que la cosa iba a llegar tan lejos. Leer es la vía por la cual se hace más cuesta arriba que nos sancionen con el engaño. El analfabeto (los cerdos no lo eran, de ahí su liderazgo y su revolución) es el que no sabe por dónde le vienen los palos. Porque no siempre son físicos, mensurables y razonablemente inductores de heridas, unas más terribles que otras, sino que suelen también presentarse bajo el formato de las palabras. Toda la obra de Orwell, no solo Rebelión en la granja, es una defensa de la validez de la palabra como trinchera y como baluarte y como bandera. Me pregunto ahora cuántos libros que uno habrá leído no han sido entendidos, si no le hemos concedido una segunda oportunidad o si no hubiese sido mejor llegar a ellos con otra edad o con otra idea de la realidad, no la insuficiente con la que se abordó la lectura primeriza. Hay libros que deberían recetarse, no obstante. Da igual que no se extraiga su mensaje de un modo nítido. Siempre queda algo. El anhelo más loable es el de no ser conducido a donde no se desea ir o, expresado de otra manera, saber siempre a dónde va uno. Orwell es una buen guía.
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