31.1.20
Una fotografía antigua
De pronto ves en un archivo del ordenador una fotografía que tomaste hace mucho tiempo. Podrías encontrar la fecha, pero no es el tiempo que ha pasado el que ahora te importa. Piensas en qué impulsó a hacerla, qué vínculo hubo y también si ahora te subyuga y fascina igual que entonces. No encuentras una respuesta, no se precisa quizá. Concurren algunas, acuden por la inercia, pero ninguna satisface la resolución de esa tal vez irrelevante intriga. Como no aparecen personas, ninguna que te distraiga o haga que fantasees con la posibilidad de adjudicarle una biografía, te centras en el paisaje. Hay veces en que esas son las fotografías que más te agradan, las que burlan la necesidad de que haya gente dentro. Encuentras mucho más placer cuando enfocas una flor entre unas ramas o un cielo que amenaza con venirse abajo y vaciarse que en el registro de un rostro que se ensimisma o de una algarabía de personas en la boca de un metro. De algún modo caes en la cuenta de que existen para ti. El mar en su vastedad inasible, las manzanas ocupadas en no caerse de un frutero o una ventana de forja triste y herrumbrada en una casa son piezas de una trama enteramente tuya. Están cuando las abarcas con la cámara y desaparecen cuando las capturas y te alejas. Las dejas allí a sabiendas de que no volverán a exhibir la misma compostura. Serán otras cuando regreses. El mar estará brumoso, la casa habrá sido derribada y las manzanas se habrán convertido en naranjas. Es esa la paradoja: todo es frágil y todo es eventual. De ahí la importancia de levantar esa especie de noble acta gráfica que se levanta al accionar el clic. Da igual cuál fuese la fotografía que encontré. Si era una muñeca abandonada en el suelo (tendría los ojos salidos de sus cuencas y el pelo alborotado como si se hubiese zarandeado su cuerpecito desde él y luego alguien no la hubiera arrojado lejos) o un banco de un parque en el que alguien hubiera dejado un periódico al que nadie hizo más tarde aprecio. Los objetos también tienen su biografía. Solo hace falta estar alerta, abrirse ante ellos. Permitir que el objeto nos interrogue y haga aflorar su historia. La tenemos nosotros. En algún momento nos la confió y vuelve de vez en cuando a que se la contemos.
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