Banalizar lo religioso no es afianzar lo laico. Decapitar tallas del siglo XIII en una iglesia de Burgos no es una evidencia de un estado infame de las cosas y no se debería tampoco acudir al libro de los conflictos y consignar otro lance bélico más entre creyentes y descreídos. La afrenta al patrimonio artístico comparte la misma cepa destructiva que la que hace que un ciudadano normal (sea la normalidad lo que quiera que sea) pierde los papales, caso de que haya papeles y tenga dentro algo bueno escrito, y se ensañe con un animal, torturándolo hasta que da el último gemido. Bestias todos ellos, incultos sin matices, cafres por inclinación sanguínea, delincuentes vocacionales, natural born killers.
El ateo de ahora es un iletrado en asuntos teológicos, lo cual es una aberración lógica. La suspensión de la credulidad en los misterios de la fe era en otros tiempos una postura de vida, un credo al modo en que también lo es el inverso, el que concita la fe y practica los mandamientos de la iglesia. Siendo todos filósofos, algunos lo somos con más entusiasmo, cuidando con más esmero de los detalles especialmente delicados, afinando la música de la discrepancia, pero sin descalificar a quien no oye nuestra melodía.
Lo grave del despiece de la obra no es que cueste ahora una buena pasta su arreglo, si es que hay arreglo posible, sino el coro animal de tarados que jaleará hasta el desmayo sináptico la obra de su (falso) conjurado, si es que iban al mismo hilo patológico, la tristísima sensación de saber de la existencia de esa banda de alucinados, de ignorantes, de activistas del despropósito que no saben ni siquiera en donde tiene la cabeza propia, si es que alguna cabeza existe encima del indispensable cuello. La ajena, la decapitada, estará pronto en su noble asiento, pero algunas que pasean las calles no merecen la sangre que las riega. Y no hace falta una titulación universitaria en Bellas Artes o en Historia para, si no admirar, al menos respetar las manifestaciones artísticas de lo único que es verdaderamente nuestro, por encima de ideologías, de credos y de modas: el pasado.
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