1.6.10

El Ojo


Al Dios que yo aprendí en la escuela lo dibujaban como un ojo enorme que veía mis travesuras y confiscaba, a golpe de pupila, todos los secretos de mi modélica vida como hijo único. Los años no matizaron esa visión incómoda de la divinidad y acepté de buen grado la existencia de esa criatura fisgona a la que debía entregar mi intimidad sin que yo advirtiese contraprestración alguna. Cuando comprendí que no precisaba la injerencia de Dios para ser feliz ni para dejar de serlo agradecí la educación católica a la que me arrojaron mis padres y que consistía en un escrupuloso respeto por la letra grande y por la letra pequeña del contrato que uno hace con su salvación eterna.
La conciencia de estar pecando continuamente lastró toda posibilidad de inocencia en aquel adolescente un poco retraído, abismado en los cómics y en la amistad alrededor de una pelota de fútbol, escasamente juerguista y muy responsable en llevar un expediente escolar lo más pulcro posible. Los libros que me ponían delante, lejos de inclinarme a la fe, me separaban manifiestamente de ella: me informaban de un mundo que coincidía, punto a punto, con las sospechas que yo me había ido creando. Libros cómplices con mis inclinaciones blasfemas, libros a salvo de la ortodoxia, libros (en fin) salvadores. Aprendí que uno se puede salvar sin ser salvado, que puede a salvo de los dogmas y vivir a tutiplén, sin retorcimientos, sin esa obligación moral que supone acatar los fastos y la literatura obsesiva de la fe cristiana.
El Ojo de mis quince años en el Instituto Averroes, en Córdoba, me abandonó cuando advirtió que no le prestaba atención. O incluso un buen profesor de Religión (Cirilo) contribuyó a que yo me manejara con desperpajo y confianza en terrenos tan movedizos. Dejé de considerarlo una parte de mis preocupaciones en el momento en el que vi el aburrimiento absoluto que su cuidado me reportaba. Esa evidencia me ahorró la desdicha de alargar mi incertidumbre metafísica hasta la edad adulta. Ahora que la poseo (sufro, disfruto, según el día) me alegro infinitamente de sentirme hospitalario con mis excentricidades en materia teológica y hasta me permito, de cuando en cuando, enfangarme con amigos en asuntos divinos con ardoroso entusiasmo. Lo que ya nunca hago es pretender llegar al final: me quedo en los capítulos iniciales, sucintamente planteo los personajes de la trama y ni la propia trama queda explicitada como debiera. Cuanto con más ahinco me arrojo al maëlstrom terrible de las disquisiciones sobre lo cristiano y lo divino más me acerco al hooligan moral que tanto aborrezco y que procura, él solito, con sus diatribas y con sus iras, el mal religioso en el mundo.
Anoche me refirió K. que las guerras del futuro no serán de fe sino de agua. En ese pensamiento me fui durmiendo y soñé, bendita ilusión, que me ahogaba en un salmo.

.


8 comentarios:

Anónimo dijo...

Estoy deseando de que K. abra una página y escriba él. Por lo demás, tú ya me entindes, qué colaboración la vuestra, qué complicidad.
Dios está de vuestra parte.
Que Dios os tenga en su seno, jeje.
No desfallezcáis.
Sea la paz con vosotros.
Sin coña, felicidades por el post, Emilio.

Rafa

Emilio Calvo de Mora dijo...

No creo que suceda, Rafa. K. no escribe. Lee, me cuenta, yo transcribo. Historias que se pueden entender a poco de mirar dentro. Dios está siempre de parte de quien lo mira. Por supuesto. Sin coña.

Anónimo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
Pedrodel dijo...

Yo tampoco llego nunca al final.
Ni falta que me sobra.
Y también me acuerdo de aquel ojo. A mi no me molesta, me agrada saber que me proteje. Me reconforta.
Es cuestión de creer, de fe sin pragmatismos. Así de simple.
A nadie obliga.
En otro orden de cosas:
Hoy martes, por fin me quedé dormido en el sillón mientras alguién me ronroneaba desde la caja tonta sobre el ibex35, y la crisis, y los miembros del constitucional...
Fue un placer y hizo ni falta poner una pierna para ....
Ya me entiendes

Emilio Calvo de Mora dijo...

De eso hablo, de eso hablamos alguna vez tú y yo, sin mediar este soporte un poco frío, hablamos de la fe vista como un deslumbramiento. De ese revelación trata todo. De esa complicidad con los misterios. Yo vivo la fe a mi manera, tú lo sabes. Un tipo de fe. Me parece maravilloso crear y me parece también maravilloso descreer. Y admiro en gente como tú el entusiasmo. Ojalá lo tuviera yo. Sabes que es cierto.

Anónimo dijo...

Lo de Pedro lo suscribo tambien yo, Emilio. A mi Dios me asiste todos los días, me da vida. De todas formas me parece estupendo que haya descreídos. como tú sueles decir, como tú, es decir, gente razonable que no cree. Hay por ahí mucho descreído "hooligan"...

Nicolás Amaro

Emilio Calvo de Mora dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Emilio Calvo de Mora dijo...

Agraciados Pedro, al que conozco y tengo por amigo, y tú Nicolás, que no conozco, pero del que agradezco el comentario. Saludos.

Pensar la fe