26.5.09

Las piezas que terminan encajando dentro de la cabeza


Mi amigo Antonio Sánchez me acaba de contar por teléfono que Apocalypto le ha cambiado la vida. Él, entusiasta por conducto genético, espléndido en sus vicios, suele dejarse caer de vez en cuando con arrebatos místicos y los años me han enseñado a apreciarlos y a entender, por debajo de la cuerda narrativa, la tela moral, el lado del ánimo en el que anda. Yo no hubiese escogido Apocalypto, aunque me gustó y disfruté con ese thriller maya como los niños disfrutan con las correrías de sus héroes de animación.
En eso de que la vida de uno cambie por ver una película se admiten discrepancias. Conozco a quien le parece una pérdida de absoluta de tiempo apalancarse en una butaca y soportar dos horas de historias ajenas por muy bien editadas, fotografiadas o contadas que estén. En ese sentido, puestos a que algo externo te cambie la vida, yo prefiero un buen libro. Los libros dejan un poso más durable y son, al correr de la experiencia, asideros más fiables. También en esto se admiten discrepancias: se admiten en todo porque nada hay que sea de una manera sin que pueda, dependiendo de quien mire, ser de otra. En lo de las discrepancias mi amigo Antonio no me contrariará: lleva en danza más tiempo que yo y sabe del argumento de la película de la que hablamos más que yo, y no piensen en Apocalypto.
Lo que asombra es que el cine aturda de ese modo. Hace mucho tiempo, tal vez demasiado, que una película no me deja en esa zozobra en la que ahora transita Antonio. Podría nombrar muchas que lo hicieron, pero no son éstos buenos tiempos para la lírica, y no piensen que hablo de cine ni tampoco de libros. Hace falta una brizna de deslumbramiento para seguir en la brecha: ese aporte de belleza o de inteligencia o de pura y perfecta armonía que a veces nos da el cine o la literatura hay que mimarlo y buscar, entre los signos externos, el que indica el camino a través del cual uno accede a esas golosinas del espíritu. Me encantó el júbilo de Antonio: me hizo repensar la función del arte en nuestras precarias y simples vidas. Porque vivimos a lo pobre, sin salirnos en exceso del guión que se nos entregó, cumpliendo como podemos la trama prevista, ejecutando a nuestro modo la tarea que se nos encomendó. Y cuando nos sentamos en una butaca y Mel Gibson o Michael Haneke o Samuel Fuller o John Ford, qué sé yo, nos regalan una historia, a veces se produce ese milagro que consiste en entender el mundo y en entendernos dentro de su extraña maquinaria. Ayer tarde, hablando con mi amigo Antonio, pensé en todo esto y ahora, a punto de abrir el miércoles en el que Barcelona va a hacer de Apocalypto particular de muchos, escribo para que no se me olvide y para que todo encaje. Al menos dentro de mi cabeza. Le ten go que preguntar a K. si le ha gustado mi post.


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2 comentarios:

Isabel Huete dijo...

Teng la desgracia de que no sólo olvido los títulos de los libros, películas o canciones sino que, además, los argumentos se me van por el sumidero mental como si fueran puro detritus, y no porque yo les otorgue esa condición en todos los casos, ni mucho menos.
Sólo he conseguido que una película se me quedara grabada en la memoria para siempre: La jauría humana, quizá porque la vi sola en el cine siendo muy joven y me impactó muchísimo.
En fin, que mis impactos son pasajeros aunque repetitivos porque, como yo digo, cada vez que veo una película, leo un libro o escucho una melodía que ya he visto, leído y escuchado, es como si fuera siempre de estreno.
No sé a k., pero a mí sí me ha gustado tu post. :)
Besucos.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Pienso como tú. Sé qué películas he visto, las voy anotando. Y aunque recuerdo la impresión general y así procedo a reverlas o no, pocas veces tengo memoria exacta de detalles precisos que me destrocen un final o algo así. Es como una primera vez casisiempre. En libros. En buena música. El jazz es el género perfecto: siempre es vírgen. A K. no le gustó el post, jeje. Besos.

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