4.2.09

Revolutionary Road: Y nos quisimos tanto...



En ocasiones asisto a ceremonias que no me entran en la cabeza ni en ninguna otra parte del cuerpo. Mi amigo K. tuvo de pequeño un vicio que consistía en querer entenderlo todo y así le va ahora. Es un hombre severo, poco escorado a la conjetura, de manejo fácil pero muy terco en renunciar a lo que le interesa. Anoche me contó que había visto un montón de gente salir del cine con el kleenex en la mano, los ojos vidriosos y el corazón encogidito. Habían visto Revolutionary road. Le dije yo que también la había visto y que no eché ni una lágrima. Él, más que sentimental, salió satisfecho de no haber conocido hembra que le lleve al altar. Así (o más o menos así) me lo confesó.
Pensé entonces en cómo debería verse una película: si haría falta ser gladiador para entender Espartaco o párroco con inclinaciones venereas en Los girasoles ciegos. ¿Cómo debería verse Matar un ruiseñor o Toro salvaje o, sobre todo, El imperio de los sentidos?. Pero con K. no puedes empezar una conversación y acabarla en cuanto te aburre. K. las agota. Le he contado que Revolutionary road, en mi opinión, en la muy mía, yo que sí he caído en las redes del matrimonio, es un hartazgo, un empacho, una cosa indigesta, un grumo dramático que se te queda en mitad del estómago y no te permite ni evacuar con garantías ni proseguir en la ingesta. Que todo es una caja de bombones a los que el azar o el tedio o la apatía han requisado el sabor, aunque por fuera (y eso quizá es lo que le importa mostrar a Sam Mendes, su cualificado director) parezcan apetecibles, mordisqueables.
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Revolutionary road es seguramente (también) una de las películas en las que el director más abandona a sus protagonistas. Mendes carece por completo de interés en conducir a su pareja de fracasados hacia ningún destino confortable. Los zahiere, les roba el mimo que sí dio a los habitantes de American Beauty, otra obra suya muy hermanada con ésta, aunque diverjan en el humor y la ironía que contiene una (la antigua) y la sequedad y la orfandad emocional que trae ésta (la moderna). Además la primera me gustó mucho más que la segunda, escrito aquí como apunte.
Mendes lo que firma es un acta de defunción más del matrimonio convencional, aunque el aquí retratado no sea contemporáneo y se instale en los felices cincuenta, cuando los Estados Unidos vivían una anestesiada felicidad de país renacido de una guerra y emperrado en fabricar, a golpe de progreso, rock and roll y palomitas de maíz, un modelo duradero, envidiable, exportable y, sobre todo, limpio y creíble. Como tanta bondad no cabía en un solo patrón, el país se hizo añicos años más tarde en Vietnam, que fue la puerta por donde todos los males les han ido entrando hasta que el bueno de Obama ha cerrado el pestillo y ha dicho algo parecido a No se preocupen, ha llegado el honrado, está aquí el hombre cabal que estaban esperando...
La única ternura visible surge sin que apenas la notemos: está en la ilusión, en la ficción, en la tangible posibilidad de que el matrimonio hundido (es curioso cómo la sombra del Titanic se alarga y en su metáfora contamina también esta historia) huya a París y allí renazca y los amantes olviden que fueron prosaicos, previsibles, lánguidos, huidizos, apáticos y, sobre todo, aburridos. Al matrimonio, le he contado a K. detrás de un gin-tonic, lo mata el aburrimiento. Y Sam Mendes, qué tío, en ese aspecto, lo ha bordado. Ha escrito un naufragio de unos naúfragos. Historias cotidianas de gente vacía. Da igual que estuvieran casados. Hay gente sin pareja que busca París a cada instante...



2 comentarios:

Anónimo dijo...

Pues siento disentir, amigo Emilio. Esto es cine grande, enorme, lo que American Beauty rozó aquí se abre en canal. Hurga en la herida sin hueco al humor, sin ironía, sin oxígeno. Es una película tan lúcida, tan verdader, tan palpable, tan cre´´ible, que asusta y atrapa por igual. Para mí, lo mejor de Sam Mendes y lo más potente de este recién bautizado año junto a Benjamin Button y su fábula deliciosa.

Un saludo.

Emilio Calvo de Mora dijo...

Matices, que son los que dan vuelo a las palabras. En todo caso no es una película desdeñable (creo que eso lo dejo claro) de la que puedo rehuir por razones totalmente subjetivas. Por supuesto. Button, deliciosa, mucho. La vi anoche con tres más en la sala, repartidos, hechizados.

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