19.2.09

Historia de un crimen: El arte nos hará libres





Las almas sensibles terminan desquiciadas: las desquicia la realidad y por eso refugian el dolor y la ternura traicionada en la escritura o en la pintura. Truman Capote se consideraba, por encima de todo, un artista, y bajo ese disfraz público de servidor de belleza y de entretenimiento de altura vivió a caballo entre el glamour de la alta sociedad neoyorkina y la devastadora soledad de su muy pija casa. Tal vez esa zozobra le hizo ser un tipo particularmente atento a lo sencillamente humano. Sin el cuidado desarrollo y conciencia de ese sentido jamás podría haber escrito A sangre fría.
El mérito de Historia de un crimen (ramplón transversión del más críptico y hermoso Infamous, Infame) radica en la pulcra manifestación de todos estos recovecos del alma del escritor: está el Truman dicharachero, capaz de levantar una fiesta con el chasquear fonético de su incorregible y adictivo charla, y está el Truman introspectivo, alarmado por la barbarie, ufano de su condición de homosexual, pero dolido (en lo más apartado de la epidermis) por los zarandeos de la vida, por su confusión colorista, por su inercia a darle la puntilla a quien ya viene herido de fábrica. Los artistas, vienen a contarnos aquí, son seres de una sensibilidad atroz que les impide ser felices al modo en que lo son los seres neutros, los que no crean, los que se alimentan del trabajo ajeno. Capote trabajó en lo que le gustaba, pero le vaciaba el entusiasmo.
Rainer M. Rilke escribió que todo a lo que se entregaba se hacía rico y a él le dejaba inmensamente pobre. Podría haber sido el epitafio perfecto para este estajanovista de la vida social, que buscó siempre el placer y encontró casi siempre la crueldad de quienes no compartían su perfil dionisíaco, hermoso en su derrota, cínico, irónico, torrencialmente verboso, canalla, jaranero y bajo toda esa capa de armas para descerrajar la turbia resistencia de lo real estaba el personaje doliente, el hombre en busca de la trascendencia.



Vehemente hasta el desmayo, Capote abrazó la causa de sus protagonistas (los asesinos de la familia Clutter en Holcomb) y va más allá de la tradición periodística al uso y se involucra sin hacer aparecer el histrión absoluto que llevaba dentro. El Capote escritor tenía la enorme habilidad de censurar al otro, al que se valía de su encanto y de su incontinencia verbal para ganarse la confianza, el afecto y la admiración de quienes le rodeaban. Particularmente relevante es la escena en la que gana la adhesión de los lugareños (reacios en un principio) al relatar con desparpajo y humor cómo le ganó un pulso a Bogey (Humphrey Bogart) o cómo el completo set de rodaje de La burla del diablo se detuvo: al fin y al cabo, él era el guionista al que John Huston había confiado todo el peso del film.
La película compendia con exquisito metodismo la metamorfosis inducida por la realidad a la que Truman asiste: el desvalido glamour de un preso con el que comparte sensibilidad y al que se inclina por razones piadosas y sentimentales, su condena inaplazable, le turba al punto de reconsiderar muchas de las firmes convicciones sobre las que levantaba su rutina de diletante culto y estragado por la burda holgazanería de una sociedad en continuo desajuste, proverbialmente abocada a la mediocridad, esa mediocridad de la que él huye como el que se distancia de la peste hocicando sus narices en un prado de amapolas.
Registrar en imágenes la novelización de la macabra historia de los Clutter: Douglas McGrath se distancia, a lo leído, de la anterior película sobre el mismo tema, la oscarizada Capote de la que Philip Seymour Hoffman (tremendo actor) sale revalorizado. No haberla visto me impide un más pormenorizado juego de espejos, pero sí he leído la novela de Capote (un verano, en Fuengirola, a pie de playa, esquivando niños incordiosos, qué le vamos a hacer) y he disfrutado (si cabe) mucho más de la espléndida propuesta de McGrath, que es (insisto) un muy bien acabado estudio sobre la injerencia del arte en la vida.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo leí la novela en una base aérea hace muchos años. Me marcó de un modo inimaginable, Emilio. Había leído libros de Capote ("Un árbol de noche", "Otras voces, otros ámbitos"), pero ninguno me había perturbado como lo hizo "A sangre fría". No es ya el botín que lograron los asesinos (creo que fueron 30 dólares), es el hecho de quebrar cuatro vidas, dos de ellas tan prometedoras, tan especiales. Capote logra el milagro de colocarnos en la piel de los criminales y las víctimas. Ya te dije (tú lo sabías) que él se enamoró de Perry perdidamente. De lo injusto de su físico contrahecho y de su vida amorfa. Al tiempo, nos puso al tanto de la vida de los adolescentes muertos por nada y de los especiales que eran y podrían haber sido. "A sangre fría" es un milagro literario. No me extraña que le costase toda una vida volver a escribir una novela después de aquello.

No he visto la película. La protagonizada por Seymour Hoffman es muy mejorable pese a sus muy loables intenciones. Él está soberbio, pero a la trama le faltan cosas por desarrollar. La historia de aquellos días en el condado de Finney está por encontrar todavía un vehículo adecuado, por lo que cuentas.

Isabel Huete dijo...

Yo creo que Capote, si no hubiese convertido su vida en una parodia de lo que en el fondo odiaba, se hubiese muerto de sensibilidad. En el fondo era un sufriente nato; su vida era en realidad un luto.

A sangre fría... No puedo mejorar vuestros comentarios y los comparto al 100x100.

Besitos.

Emilio Calvo de Mora dijo...

No sabía nada de Capote cuando cogí A sangre fría. Ni de la película. Sorprende después, desde esa incontaminación, descubrir el mundo que había detrás, y fascina. Es la misma historia, Álex: debemos o no conocer la trastienda, el atrezzo del que escribe, qué flexo le ilumina, dónde vivió, a qué dedica el tiempo libre. Bueno, me voy por las ramas y no es precisamente Perales santo de ninguna de mis muchísimas devociones. La literatura es una, claro. Y el cine. Y los viernes son otra. Buen fin de semana, my friend. El sábado, si no salgo de viaje, que entra en lo posible, te llamo como quedamos.

Morir de amor, despacio y en silencio. Después de Perales, el Bosé. Ja ja. No, vamos en serio: morir de sensibilidad es un hecho en la Historia. Se muere a diario cuando enciendes la tele y ves las tropelías del género humano. Berlusconi, al que hoy he dedicado mis primeros funestos pensamientos, es uno de esos pequeños dictadores de la sensibilidad ajena. Una pena. Historia de un crimen es una película notable, Isabel; en ese aspecto, en muchos. Abrazos. Besos. Todo eso.

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