7.2.09

El curioso caso de Benjamin Button: Una delicia


Deberíamos disponer de la facultad de nacer y de morir cuando se nos antoje. Ya está complicado darse uno pasaporte sin que los deudos y los próximos reciban la incómoda herencia del tarado de la familia como para levantar ahora la ficción de que entre en lo posible decidir cuándo llega uno al mundo y bajo qué circunstancias se marcha. Ciencia ficción pura: la ciencia que colisiona con la fe o, dicho de otro modo, la osadía con la que las metáforas cuestionan los dogmas, aunque (como dice mi amigo K.) los propios dogmas están construídos con metáforas. Mientras tanto uno asiste al colosal espectáculo del cine, cuando está tocado por la bendita varita del numen, y confirma que la vida es una fiesta siempre. En este caso, la vida que nos regalan es la de un friki que ningún circo vio a tiempo. Tim Burton, a diferencia de David Fincher, habría metido a Benjamin en una carpa, lo hubiera enamorado de la mujer barbuda y nos hubiera hechizado con otros mejunjes, pero no éstos que, a dos días de haberla visto, todavía metido en ella, recordando trozos, gestos, palabras, me parecen muy razonables para que la historia del señor Button no se deshilache en exceso. Algo de dispersión hay: el exceso del metraje consiente episodios sueltos, bifucarciones que podrían torpedear alguna trama principal, pero no hay trama en el centro: el cuento (no es otra cosa) es un bizarro acúmulo de aportes interesadamente diseminados. Todos informan sobre un mismo aspecto: el aprendizaje del sujeto Button, el friki.
No hay nada evasivo en su vasto metraje: nada de lo que Fincher añade puede ser alegremente borrado sin que algo precioso y lírico y digno de ser incorporado a nuestra propia vida desaparezca también. Aunque el film no es únicamente un mastodóntico recorrido por las pericias vitales del entrañable Button por un país al que devastan las guerras y los cataclismos naturales (ese Katrina simbólico que ocupa el relato contemporáneo) sino (y esto es lo más importante) una historia de amor (imposible) como pocas en estos tiempos en los que el amor (en el cine) está amenazado por esa cohorte de palmeros del espectáculo que sacrifican el emoción pura por la montaña rusa de los efectos.
Y a juzgar por el derroche absoluto de emociones, El curioso caso de Benjamin Button puede aliviar la sed de buen cine, infundir esperanza a quienes sospechaban que las películas de aliento clásico estaban siendo sustituídas por las de aliento doctrinal, ententiendo éstas por todas las que persiguen la divulgación de un ideario o la sistemática defenestración de alguno contrario. Porque la historia de Francis Scott Fitzgerald, magistralmente convertida en texto cinematográfico por Eric Roth, también artífice del parejo Forrest Gump, cuestiona la realidad, la reduce a un escenario y hace circular por su indesmayable dureza a personajes alimentados por fantasía pura, capaces de progresar en el decurso de sus días con delicadeza, con dignidad, con un asombroso dominio del tiempo, y eso que ese mismo tiempo (el cronos letal) es el que con su orfebre terquedad de verdugo los aprisiona, los convierte en juguetes fácilmente desmontables. Y es aquí en donde el espectador (éste que ahora malcompone las emociones estrictamente suyas) se siente también gloriosamente humano, tocado por la belleza, recompensado después de muchas tentativas fallidas y (sobre todo) arropado por la fascinación. Este cronista de sus vicios se sintió (en unos tramos más que en otros porque la película no exhibe la misma intensidad estética o poética en todos sus episodios) zarandeado, agredido por toda esa exhibición impúdica de limpia y llana belleza. La belleza también puede ser un instrumento de dolor, pero no es masoquismo cinéfilo sino la constatación (triste) de que la falta de costumbre nos hace hostiles, atrincherados en la rutina, escasamente receptivos cuando el asombro (el verdadero) ingresa en nuestro campo de miras. Y la película de Fincher, a pesar de algunos desvaríso inherentes a su pantagruélico apetito de atenciones, a pesar de la dama moribunda que desgrana muy trabajosamente la historia de su vida, a lo Titanic, es un monumento al cine, una delicia - me estoy acordando ahora de lo escrito por un buen amigo en un comentario al margen - que debemos agradecer. Por la falta de costumbre. Por el simple placer del disfrute.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

No puedo comentar porque no la he visto. Pero si la película alberga tanta belleza no nos la podemos perder.
Siempre recuerdo algo que lei en Chestertón hace tiempo y que me resultó luminoso: la vulgaridad es pasar al lado de la belleza sin enterarse...

Emilio Calvo de Mora dijo...

Ah Chesterton, qué buenos ratos de lectura. La belleza es lo único a lo que aspira la inteligencia. Todo lo demás importa en menor medida. Y hay tanta belleza por la que pasamos sin percatarnos. Tanta inteligencia consagrada a crear vulgaridad. La película merece mucho la pena, pero, claro, en todo hay matices y tengo gente cercana (muy cercana) a la que le ha parecido un plomo de campeonato. En fin..

Anónimo dijo...

Una maravilla es lo que es, y me parece muy emotiva tu reseña, Emilio, de las más emotivas que has escrito. A ver si se lleve lo que merece en los Oscars próximas aunque eso anosotros nos da exactamente lo mismo. Se disfruta. Y punto. Rafa

Emilio Calvo de Mora dijo...

Da lo mismo. Se disfruta. No se miran números. Y yo estoy deseando de disfrutarla otra vez ahora que sé lo bien que me lo pasé. Un abrazo, Rafa.

Anónimo dijo...

Delicioso es cada uno de los ratos de lectura que sigues entregándonos, don Emilio. Qué hermosura, de película y de reseña. Me entraron ganas de revisitar la primera (lo haré este sábado en una famosa sala madrileña de pantalla mastodóntica, para observar al efebro Brad Pitt en toda su rubicunda plenitud) y de releer la segunda, como también haré. En cuanto la digiera. Para aprender a escribir, a pensar, a amar la vida.

Dice un colega en esto tan absurdo como la crítica de cine que esta película no es una película, es un milagro. Creo que acierta, sólo con Wall.E he tenido últimamente la sensación de entusiasmarme como espectador, de regresar a una infancia de domingos de sesión vespertina y alucinada mirada. Es una pieza de arte que dejará huella, como lo hizo Titanic, que nombras, como lo hicieron pocas. Fincher es un tipo listo, insobornable, genial, y nos endosa en capas de clasicismo una de las fábulas más transgresoras que este servidor ha podido disfrutar a oscuras. Cualquier adjetivo se queda corto (sonaría falso, excesivo) para acercarme a definir lo de Button. Es magia hecha fotogramas.

Qué grande eres.

Un saludo.

La gris línea recta

  Igual que hay únicamente paisajes de los que advertimos su belleza en una película o ciudades que nos hechizan cuando nos las cuentan otro...