Lírico y atormentado, caudaloso y sentimentalmente verbal, Francisco Umbral es la quintaesencia del columnista, el cronista comunicado orgánicamente con su Olivetti Lettera 32 y el sillón de mimbre, el poeta de la prosa. Francisco Umbral es también el crispado hombre público que mira a Larra y a Ruano mientras Lorca y Juan Ramón le convierten el artículo de prensa en un privilegio de metáforas, en un apasionado ejercicio de reinvención de lenguaje.Y desde hace unos días ya no alumbra prodigios en su rincón de El Mundo.
30.8.07
25.8.07
23.8.07
22.8.07
George & Joseph
Elton John
Ya no está en el olimpo de lo hortera: ha desviado su talento a las causas nobles y a cierto anonimato al que nunca propendió, pero que le conviene en estos tiempos salvajes de famosos imbéciles y de estrellas alojadas en el firmamento de lo inevitablemente perecedero. Su contribución a la historia del rock es incontestable. Se ha fajado a trompicones durante tres decadas, pero ahora titila en el cielo majestuoso de los divos absolutos. Le respetan quienes no creyeron tener nada en común con su visión de la música y de la vida. Sigue componiendo canciones eternas, aunque carece de importancia que siga abasteciendo el inventario melódico. Ha escrito algunas de las mejores piezas del siglo XX. Un disco de Grandes éxitos suyo podría informar a un extraterrestre extraviado de la inteligencia y de la sensibilidad del ser humano en el muy noble y hermoso arte de juntar notas. Las letras eran siempre de Bernie Taupin. Algunas me sorprenden todavía. Las tarareo en lugares insospechados. Acudo a ellas cuando la zozobra me sacude. Incluso cuando el júbilo me inunda. "It's a little bit funny, this feeling inside..."
Behind the curtain....(Nota críptica)
White noise 2: La luz: ¿ Hay vida después del aburrimiento?
Metido en faena, conjurado a sacar algo positivo de este bodrio de inspiración acústico-imbécil - es la primera vez que matrimonio esos dos adjetivos, quizá no la última -, White noise 2: La luz escapa de la morralla de intención terrorífica que cubre las expectativas de muchos adolescentes aborregados y ávidos de las emociones fuertes que los liberen de su insípido ocio de consolas de última generación. No hay barbies de pecho generoso que huya de un psycho-killer espasmódico. No hay héroes de acné incipiente que basculan entre el amor a la presumible víctima y la censura de sus impulsos venéreos. Por eso esta cinta veraniega nos instala en un estadio superior: el del adulto escasamente exigente que se siente cómodo en el rol de consumidor compulsivo de todo lo que tenga vocación sobrenatural. Da igual que acudan fantasmas de medio pelo, conjuras esotéricas o secretos merovingios ocultos en un sótano durante, al menos, mil años. La literatura abastece sobradamente de estos ejercicios frívolos de estulticia histórica. He dicho literatura y quizá debería haber usado otra palabra menos noble. Algo similar sucede con el cine. No tengo duda de que esta película es cine, por supuesto, pero está tan descaradamente facturada para su consumo y tan alejada de parámetros artísticos que habría que ir buscando otro vocablo en el que alojarla. Cine, cine entendido como algo inteligente y hermoso, no hay o tal vez yo no haya tenido el día más apropiado para apreciarlo y, en efecto, el cine verdadero discurra por alguno de sus fotogramas y a mí, qué le vamos a hacer, me pilló bostezando, cerrando levemente los ojos, pensando en otra cosa, en amigos que no veo hace tiempo o en la de tiempo que hace que no piso un museo, pongo por caso.
Esta historia de premoniciones y de sustos auditivos más o menos logrados no tiene corazón ni alma. Tampoco cerebro con el que entablar una conversación honesta. Todo se deja llevar por esa manía ya hartible de niponizar el terror y darle empaque de fantasmagoria de altura, cuando a lo que alcanza es a entregar un batiburrillo infame de mediocridades vendidas como excelencias, de sustos patéticos y de personajes debilísimos, apenas sostenidos por una trama invisible que se estira hasta aburrir y desear que el metraje concluya y uno pueda salir a la bendita calle y respirar la realidad urbana, que es más prosaica que la sarta de mentiras que nos han contado, pero que entusiasma infinitamente más.
El género sobrenatural, al que vapulean sin consideración, lleva visos de convertirse en saldo de telefilm de sobremesa, aunque las notas de producción que he leído tras ver (ay) la cinta insistan en la novedad de los efectos especiales y en el exquisito amor que todo el equipo profesa por este tipo de argumentos. Pues la han pifiado, y han enfangado un poco más la cartelera veraniega, que tampoco brilla en exceso. Pero eso ya lo sabíamos.
Van the Man
El león de Belfast no le debe nada a nadie: asume su porción de mito con descaro y sube a los escenarios como el mesías que impone su conocimiento y su divinidad a la parroquia abajo congregada. Esa liturgia está hoy al alcance de muy pocos genios. Él insiste en la desgana, en la aparente apatía, pero es infatigable, en el fondo, y fatiga las carreteras del mundo en busca de la paz interior y tal vez también de la crematística buscando, al tiempo, un nirvana preciso en el que descansar su voz poderosa y su declamación mística del discurso del hombre en el mundo. De eso trata su numerosa discografía y en ese sendero, como una cruzada, transita su espíritu. Alguien lo ha escrito con más apasionamiento que yo. Moondance suena de fondo.
21.8.07
Christopher Walken
Mercenario brutal de Hollywood, obrero estajanovista, es capaz de lo más sublime y de lo más rastrero, pero siempre hipnotiza esa cara de pirado con historia. Willem Dafoe le hace sombra en esa galería de rostros impenetrables, fácilmente convertibles en cromos del bestiario friki de la gran pantalla. Frecuentemente arrumbado a la sórdida nómina de gente perversa y retorcida, Walken se refugia en roles de bondad refulgente, papeles de inmediata adherencia a la memoria del cinéfilo (Atrápame si puedes) pero el Walken clásico es el Walken pérfido, ese hombre de rostro caligráfico, sometido a turbulencias mentales insospechadas, que no podía ser en la vida otra cosa sino actor. Y uno de los más amados por este cronista.
El fuego de la venganza: El infierno desatado
Hemos visto decenas de películas donde el héroe encuentra su redención en el limbo del bourbon. Ese castigo físico embota el cerebro y borra de sus estrías el ejercicio de la memoria que, en ese caso, en este film de Tony Scott, es un previsible descenso a los infiernos de la guerra y a las letrinas de la moral. El pulso narrativo de la cinta está fragmentado en dos bloques antagónicos, necesarios: en uno un ex-marine viciado por los excesos y refugiado en la biblia y en el alcohol ocupa su tiempo en proteger a una niña rica de las bandas de secuestros que asolan México D.F; en el otro, lo que vemos es un despliegue apoteósico de sangre y venganza, un clímax ya visto de puro cine adrenalítico, montado con el brío y la garra con la que Scott firma sus películas (Amor a quemarropa, pongo por caso). La existencia de la segunda parte es una consecuencia inevitable de la primera y se entiende que, a mayor grado de ternura y humanismo en los trazos de una, más estruendosos y desatados serán los que pincelan el transcurso de otra. El guardaespaldas hosco, hermético y antipático a carta cabal, que busca expiar sus culpas en los renglones de las escrituras, encuentra una niña que busca su parte todavía honesta, el hombre oculto dentro del caparazón. Los mecanismos de defensa, una vez derrotados, ofrecen una hermosa película de personajes formidablemente descritos (labor del guionista de L.A. Confidential o Mystic River, Brian Hengeland), aunque luego la traca de la venganza ilumina un cielo menos artístico y más en consonancia con los fuegos de artificio del cine entendido como ventana a otros mundo. Éste es varonil y escasamente metafórico: al estilo de Peckinpah. Scott planea sus films como un videoclip largo (dos horas y media, en este caso) y se abastece del universo de la publicidad, de donde venía, para privilegiar el impacto visual sobre la cordura narrativa, negando la esencia del relato y su discurso meramente literario para caer en la trampa de supeditar todo el peso de la trama en la arquitectura técnica de su, en todo caso, dudosa eficiencia profesional. Peor hubiese sido si Michael Bay hubiese tomado las riendas de este asunto, cosa que parece que estuvo a punto de ser tristísima realidad. Nunca, en fin, lo sabremos.
La atroz espiral de violencia desatada por el secuestro de Pita Ramos, una increíble Dakota Fanning, suscita no pocos dilemas éticos en el espectador interesado en dejarse llevar por las implicaciones sociopolíticas de un film directo, que no censura la barbarie más explícita y acude siempre que puede a manidos diálogos sobre la injerencia de Dios en los asuntos humanos.
La fotografía oxidada de Paul Cameron, el abusivo uso de la cámara lenta, la fractura de la continuidad visual con incesantes planos ajenos al hilado natural de los acontecimientos o la barroca paleta de planos escandalosamente subjetivos confirma que Tony Scott es un director personalísimo, reconocible, dotado de un talento innegable para capturar la atención del espectador, si bien nada de este recitado de bondades concede que sea un autor cercano a la excelencia. Tuve la dolorosa sensación de que, si bien la película me estaba gustando, estaba deseando de que acabara: quizá estaba sobrevitaminado de disparos, pesquisas en la oscura red de la delincuencia mexicana o simplemente agotado por esta agitada tesis sobre el dolor y la culpa, sobre la ética de la violencia, en definitiva. Tarantino tiende a facturar un producto similar, pero no se enfanga en mezclar revelaciones místicas, pasados tremebundos y esa estética a lo mtv que termina fatigando en demasía.
El campechano tono fascistoide aquí alentado no merece reflexiones posteriores: hemos venido a ver un espectáculo vigoroso, que lo es, y a contemplar hasta qué punto el cine norteamericano, al que tanto amo, pasa de fondos de catálogo y continúa ofertando la misma historia. Porque El fuego de la venganza, a pesar de la novedad melodramática y el tono pastelón de su primera mitad, es un grasiento ejercicio de violencia, grato al curioso ojo, pero no excesivamente digno para el mesurado tamiz de la memoria.
Ah, la banda sonora (Gregson-Williams) rezuma un eclecticismo tan sobresaliente que acaba siendo deficitario. Los pasajes de grandes masas orquestales, el drum n' bass amortiguado o las incursiones folclóricas de guitarra y lamento local despitan al personal al punto de que malean el visionado.
19.8.07
Buster Poindexter: Buster's happy hour: Elogio de la resaca
Cada músico precisa su tiempo para encontrar su voz: el líder de The New York Dolls, David Johanssen, tuvo que bajar al delta del Mississippi y empaparse del swing demoledor de sus antros. Allí perdió una porción notable de hígado, a la luz de las letras incendiarias de este disco, y se engolfó con la cadencia delincuente de los barras nocturnas preñadas de cerveza, bourbon, blues y muchas toneladas de rhythm and blues, rock and roll primario y trompetas empapadas de alcohol. En este disco fabuloso está el origen del rock, su raíz inequívocamente lúdica, previa a la injerencia de los productores, los intermediarios y toda esa caterva sagaz de luminarias del dólar que privilegiaron el sonido de la caja registradora a la verdadera naturaleza de esa música redentora, tarareada en los tugurios, recetada por los machanes de la felicidad y, en última instancia, reverenciada por el hombre blanco: Poindexter, el alter ego del rockero Johanssen, lo es, pero aquí se tizna de oscuro, se inviste de maestro de ceremonias, al modo en que lo hacía Cab Calloway o un inspirado Tom Waits, también blanco, desalojado de sus preocupaciones filosóficas. Esto es alegría pura, música pura y eterna, bailable en casi todos los cortes.
Buster Poindexter es un crooner aventajado, un émulo disciplinado de Louis Prima, el hijo bastardo de un Frank Sinatra chantajeado por un fan irredento del orangután jazzero de Walt Disney.
Lo verdaderamente sorprendente es que el genio de este puñado fascinante de contagiosas canciones haya crecido en el punk, ese hijo disfuncional del rock. Que haya buceado sin escafandra por el proceloso mar de los clubs de garaje antes de bracear, plácida y golosamente, en las aguas etílicas de este homenaje "moderno" a las big bands de antaño, al rock-a-billy o al portentoso limbo en donde se mezclan, jubilosos, todos los géneros musicales que conforman la paleta multicolor de lo que hoy consideramos música de consumo. Meta el lector todos los marchamos que conozca: rock, pop, balada, jazz, gospel... Todos, por supuesto, transatlánticos, marcados con la bandera de las barras y de las estrellas.
Buster Poindexter es un crooner aventajado, un émulo disciplinado de Louis Prima, el hijo bastardo de un Frank Sinatra chantajeado por un fan irredento del orangután jazzero de Walt Disney.
Lo verdaderamente sorprendente es que el genio de este puñado fascinante de contagiosas canciones haya crecido en el punk, ese hijo disfuncional del rock. Que haya buceado sin escafandra por el proceloso mar de los clubs de garaje antes de bracear, plácida y golosamente, en las aguas etílicas de este homenaje "moderno" a las big bands de antaño, al rock-a-billy o al portentoso limbo en donde se mezclan, jubilosos, todos los géneros musicales que conforman la paleta multicolor de lo que hoy consideramos música de consumo. Meta el lector todos los marchamos que conozca: rock, pop, balada, jazz, gospel... Todos, por supuesto, transatlánticos, marcados con la bandera de las barras y de las estrellas.
18.8.07
Groucho & Elvis
Nació a una edad muy temprana y, ya talludito, pidió ser incinerado y que le diesen el diez por ciento de sus cenizas a su representante y ser pasto de las llamas tras haber fallecido: no antes.
Partió de la nada para alcanzar las más altas cimas de la miseria. Es mentira, pero mandó escribir en su lápida que excusaran las damas que no se levantase. Decía que envejecer lo hace cualquier siempre que se viva el tiempo suficiente. O que sólo las pequeñas cosas de la vida procuraban la felicidad y citaba un pequeño yate, una pequeña mansión, una pequeña fortuna. Tenía muchos principios, pero caso de que no gustaran, siempre podía echar mano de otros. Tenía la televisión como la verdadera forjadora de la cultura: cuando alguien encendía una en una habitación, él cogía un buen libro y se iba a otra. Fue el que forjó la tremebunda frase, machacada hasta el vómito, de que pararan el mundo para poder bajarse. Nunca iba al cine si en la película el pecho del héroe era mayor que el de la heroína. Felicitaba a sus amigos recordándoles que si continuaban cumpliendo años acabarían por morirse. No se preocupaba de la posteridad porque la posteridad nunca se había preocupado por él. Tampoco tenía al matrimonio como algo recomendable: era, a su juicio, una gran institución, por supuesto, "si te gusta vivir en una institución". Jamás aceptó pertenecer a un club donde admitiesen a gente como él. Nunca olvidaba una cara, pero podía hacer excepciones. Entendió, y contó, que la inteligencia militar es una contradicción semántica. Bebía para hacer interesantes a quienes lo hacían. Sostenía que el matrimonio es la principal causa de divorcio o que el verdadero amor acudía una vez en la vida y luego no era posible librarse de él. Se excusaba por llamar caballeros a quienes no conocía bien. Y hace 30 años que murió. Elvis nos dejó a la vez, pero no tenía ningún sentido del humor. Eso sí, mezcló a negros y a blancos, el rhythm and blues y el rock, el gospel y el country para que hoy podamos escuchar la radio y disponer de miles de discos fabulosos que nos hacen la vida más llevadera. Hoy Groucho se ha llevado la parte lustrosa del post. En el cuarenta aniversario del deceso, prometo invertir los términos y hacer una entrada campanuda que se llame Elvis & Groucho. Eso en el caso de que Google todavía tenga a bien hospedar Blogger, este programita tan iluminado que me permite recrearme en vicios a pie de tecla tan gustosamente. O, bien pensado, tal vez en diez años tenga un humor de perros y ni esté al tanto de estas efemérides tan frívolas que copan las columnas de los diarios de Agosto. Un mes canalla para el lucimiento intelectual.
17.8.07
La buena estrella: La tiranía del corazón
Un hombre herido escribe mejor sobre la naturaleza de su herida. Algo así debió pensar Ricardo Franco cuando Pedro Costa le propuso grabar La buena estrella. Casi ciego, enfermo, vulnerable, Ricardo Franco filmó La buena estrella, la desventura del manso, de la tuerta y del bonito de cara con la íntima satisfacción de estar narrando una obra completa, de adherencias literarias y de una dureza incontrovertible. Como la misma vida. No es posible que no sea dura la vida cuando aspiras a encontrar la felicidad y únicamente encuentras desencanto, desolación, penurias y miseria moral. Todo esto debe pensar Rafael, el carnicero, (Resines), una buena persona, un hombre sin atributos a lo Musil que zarandea su rutinaria vida de barrio con la llegada de Marina, una prostituta preñada (Verdú) a la que acoge, mima y considera el peldaño fundamental para construir una familia. De qué otra forma, se pregunta. Daniel (Mollá) es el novio delincuente, el colgado, el mal necesario para que la bondad de la historia se acoja a los mecanismos tradicionales del melodrama, que aquí están noblemente amplificados, escritos con congoja, interpretados con corazón y servidos en un artefacto fílmico impecable, ajeno al paso del tiempo, empapado de sentimientos como pocas películas. Esta muy cruda radiografía del dolor es también el testamento formidable (Lágrimas negras no fue terminada enteramente) de un hombre consagrado al cine y a la difusión de la cultura como algo grandioso. No me lo explico de otra manera. Ricardo Franco mimó estos tres personajes angustiosos, que bordean siempre el patetismo, la crudeza incontestable de una vida abismada en la soledad y en la negación de toda alegría, víctimas de la tiranía del corazón y pacientes cobayas de su triste letanía.Y todavía no conozco a nadie que haya visto la película sin un nudo en la garganta. Y a día de hoy, no siendo este cronista de sus ojos muy entusiasta en el cine patrio, no he visto película más conmovedora. Se puede hacer una película con estos mimbres, pero no una más lírica.
12.8.07
Snake eyes (Ojos de serpiente): Fuego de artificio
En el improbable caso de que alguien tuviese la ocurrencia de hacer un remake de Snake Eyes, casi estoy por vaticinarle un sonoro batacazo, un sí más que probable desastre de consecuencias previsibles. Lo que pasa es que Brian de Palma es un director asombroso y conoce su oficio lo suficientemente bien como para compensar los deficiencias narrativas con un portentoso manejo de la cámara o con un hipnótico baile de escenas absolutamente perturbadoras. No nos conmueve el alambicado avance de la trama sino la musculada coreografía del montaje. No nos absorbe la interpretación de su elenco ( Nicolas Cage está pasado de vueltas, sobre todo en los primeros veinte o veinticinco minutos y Gary Sinise está atolondrado, como ajeno a lo –poco- que se cuece ) ni tampoco la brillantez de la historia sino el sincopado encadenado de situaciones y ambientes que te dejan, en la butaca, vulnerado, entregado a este embrollo mayúsculo del que no es posible salir sin alguna herida en el amor propio o en la consideración ajena.
Que David Koepp ( Parque Jurásico, Carlito’s way, La guerra de los mundos, el próximo Spider-man o el próximo Indy ) firme el fiasco no exonera a los firmantes. La trama es simple, carece de gancho y se va negando a sí misma hasta llegar a un final desastroso, indigno de lo que vimos en el fantástico arranque de la película.La técnica de volver a narrar hechos ya sucedidos y, por tanto, vistos, pero alojados en otro punto de vista ( viva Tarantino ) informa de la tendencia de De Palma a convertir sus films en pura egolatría, en un ejercicio de afirmación personal que engolosina por su propuesta visual - histriónica, efervescente, barroca - pero que decae por su (en ocasiones) desinterés en lo literario.Nos quedamos con imágenes impagables (esos primeros minutos tan altamente recomendables o la vibrante persecución de una chica por parte de los dos protagonistas desde una sala de un casino a la habitación del hotel colindante ). También con una banda sonora magnífica ( Sakamoto ). Después: tedio, engaño, esa sensación agridulce de haber tenido una buena comida, pero tener la certeza de que la digestión va a ser complicada. A pesar de todo, este cronista disfrutó con la elocuencia de las imágenes, con su plasticidad a prueba de tedio...
11.8.07
Los 4 fantásticos y Silver Surfer: La hora de las tortas
La solvencia narrativa de las películas Marvel no se atiene a cánones decimonónicos ni considera entre sus virtudes fundacionales la de agradar a amplios segmentos de la audiencia. Sus preocupaciones estéticas tampoco requieren la más sesuda (y tal vez plúmbea) intervención de un gourmet cinéfilo para entender el mensaje, pongo por caso. Aquí no hay mensaje ni preocupaciones de cuño cinéfago. El segmento alto de la audiencia, el personal ya talludito, puede abstenerse: no va a perderse absolutamente nada. Singer, Raimi y Nolan han puesto el listón Marvel a gran altura, pero todavía hay una bien nutrida nómina de cineastas sin pretensiones (Story) que tan sólo cumplen con el encargo y facturan un producto espectacular -eso no es difícil en los tiempos que vivimos- y de sencillo consumo.
Los 4 fantásticos y Silver Surfer es la película perfecta para el verano. Se trata de reunir a una pandilla de críos y darles una generosa ración de superhéroes y de mamporros siderales. Mirado así, la cinta es ejemplar: no se pierde en divagaciones sobre la soledad del héroe, no enfanga su discurso amenísimo con reflexiones sobre la bondad del ser humano. La trama se despacha en un plisplás: nada sobra y nada falta, como en una buena película de Frank Capra. Honesta y directa, pues.
Los claroscuros emocionales y psicológicos de otros héroes (Spiderman, Batman, X-men) son aquí omitidos deliberadamente del libreto. Tampoco tenemos que soportar la introducción reglamentaria: ya sabemos quién es cada uno y cómo se las gasta. Así que la trama arranca con más o menos prontitud y disfrutamos (sí) con una avalancha previsible, infantiloide y majestuosa de efectos especiales. No creo que nadie con algunos dedos de frente busque en este artefacto veraniego destinado al olvido algo más. Si a este benigno acúmulo de golosinas visuales le añadimos la intervención de Estela Plateada/Silver Surfer, pues miel sobre hojuelas, que decía mi abuela.
Si el amable lector fue fan de las historias de Stan Lee y Jack Kirby tiene asegurado el entretenimiento. Cuando quiera darse un baño de pureza, seguro que sabrá dónde acudir y qué bálsamos espirituales tomar para reconfortar su alicaída compostura.
Los claroscuros emocionales y psicológicos de otros héroes (Spiderman, Batman, X-men) son aquí omitidos deliberadamente del libreto. Tampoco tenemos que soportar la introducción reglamentaria: ya sabemos quién es cada uno y cómo se las gasta. Así que la trama arranca con más o menos prontitud y disfrutamos (sí) con una avalancha previsible, infantiloide y majestuosa de efectos especiales. No creo que nadie con algunos dedos de frente busque en este artefacto veraniego destinado al olvido algo más. Si a este benigno acúmulo de golosinas visuales le añadimos la intervención de Estela Plateada/Silver Surfer, pues miel sobre hojuelas, que decía mi abuela.
Si el amable lector fue fan de las historias de Stan Lee y Jack Kirby tiene asegurado el entretenimiento. Cuando quiera darse un baño de pureza, seguro que sabrá dónde acudir y qué bálsamos espirituales tomar para reconfortar su alicaída compostura.
10.8.07
Turistas: Todavía queda Fritz Lang
No hay discurso subliminal. Ni siquiera hay discurso. Turistas engolfa su vocación blockbuster con una colorida sarta de tópicos que impiden la libre circulación de sangre por el cerebro del espectador, que es en todo momento considerado como imbécil. Este cronista lo fue durante una lamentable hora en la que basculé entre la incertidumbre sobre mi verdadero aguante cinéfilo y la certeza de que aquella exposición acabaría por causarme algún daño irreparable. Qué sé yo: tal vez en adelante no pueda disfrutar de Fritz Lang o de las buenas películas suecas de arte y ensayo ( Dios guarde al maestro Bergman ). A lo mejor, no acabo de estar seguro, mi sensibilidad se haya maleado del todo y ya no pueda, ay, engolosinarme con mis habituales raciones de cine bueno. ¿ Que cuál es el cine bueno para este amanuense digital ¿ Pues cualquiera que me emocione: todo aquél que me procure asombro. A mí este arrebato carioca de turistas descerebrados (da igual que no sean adolescentes excesivamente hormonados) me ha parecido una de las películas más huecas de la Historia del Cine.Esta noche busco acudo a Vincent Minnelli: Cautivos del mal, 1952. Kirk Douglas y una arrebatadora femme fatale llamada Lana Turner. La he visto las veces suficientes, pero sé que todavía tiene la capacidad para hacerme feliz.Eso el cine. Esto de Turistas no es cine: es onanismo visual.
Queda el curioso lector advertido. No conozco el final, pero no he tenido empeño en alcanzar ese clímax tal vez necesario para advertir la fuerza moral de la trama.
9.8.07
8.8.07
El actor que dispara
Salvo tal vez en Birdy o en Vidas cruzadas, Matthew Modine nunca ha logrado conmoverme. Su reciente filmografía se aloja en el prolijo listado de obras inequívocamente escritas para engrosar estanterías de video-clubs o programaciones nocturnas en el mes de Agosto. Alojado en ese paréntesis lucrativo que son las series de TV, Modine es, al menos para mí, el descerebrado corsario de La isla de las cabezas cortadas, un entretenido asalto al cine de piratas antes de que Sparrow se amotinara y tomase el mando del cotarro. Hace ahora 20 años, ahí es nada, que se puso a las órdenes de Kubrick en La chaqueta metálica. De esa época es la colección de fotografías que el actor hizo a beneficio de talento errático porque viéndolas no puede uno sino fruncir el ceño, enarcar bien alto las cejas y susurrar alguna corta palabra de eco blasfemo, pero útil para explicar el asombro que lo ocupa.
Leí que hay actores que pasan a la dirección porque han aprendido mucho de los genios con los que han trabajado. Lo refería Matt Damon, que quiere dar el salto a dirigir y plantea esa reflexión. El propio Coppola así se lo confesaba: "Roba, roba, mira todo lo que tengas alrededor y pilla lo que puedas. Luego úsalo a conveniencia", podría haber sido la frase.
Pues algo así debió pensar Modine cuando agarró la cámara - una Rolleiflex - y en pleno set de The full metal jacket se lanzó a registrar la realidad para su deleite y (aquí) el nuestro. El resultado fue un libro: Full Metal Jacket Diary. "Quería documentar lo que hacía Stanley para mí mismo", dice el actor.
La Rolleiflex, en voz de Modine, es una cámara antigua que permite fotografiar desde arriba, colocando el cuerpo de la máquina al pecho y mirando el visor con una sencilla "agachada" de cuello. Stanley Kubrick, enganchado a las nuevas tecnologías y sumamente despectivo con todo lo que no fuese "moderno", se mofaba del jóven Modine. "What are you doing with that piece of junk?"
Yul Brinner también era aficionado a fotografiar en sus rodajes.
Un oficio interesante, al fin y al cabo. Me imagino qué hubiese pasado si James Stewart, Al Pacino o Katherine Hepburn también hubieran encontrado el placer de registrar la trastienda de las joyas en las que participaron. Como una especie de making-of estático, un viaje puro a la esencia del cine.
Foto cortesía de Hugo Rodríguez
7.8.07
¿ Estás hablando conmigo ?
Travis Bickle fatigando las calles como un justiciero tarado. Progresivamente envilecido, el taxista nocturno se cree tocado por el numen de la redención y oficia la liturgia sangrienta de su causa. El desarraigo. El desencanto. La miseria. La soledad. Todo eso tocado por la mano sublime de un Scorsese en estado de gracia. Ahora De Niro está por encima de Travis y de otro loco suyo fascinante, Max Cady.
La letra y la sangre
Ratatouille: "...There are rats in the kitchen"
El trabajo del crítico es sencillo en más de un sentido. Arriesgamos muy poco, y sin embargo usufructuamos de una posición situada por encima de quienes someten su trabajo y su persona a nuestro juicio. Prosperamos gracias a nuestras críticas negativas, que resultan divertidas cuando se las escribe y cuando se las lee.
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Pero la cruda verdad que los críticos debemos enfrentar es que, en términos generales, la producción de basura promedio es más valiosa que lo que nuestros artículos pretenden señalar. Sin embargo, a veces el crítico realmente arriesga algo, y eso sucede en nombre y en defensa de algo nuevo.
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Anoche experimenté algo nuevo, una comida extraordinaria hecha por alguien único e inesperado. Decir que ese plato y su cocinero pusieron a prueba mis preconceptos equivaldría a incurrir en una subestimación grosera, cuando lo cierto es que ambos lograron conmover lo más profundo de mi ser.
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Anoche experimenté algo nuevo, una comida extraordinaria hecha por alguien único e inesperado. Decir que ese plato y su cocinero pusieron a prueba mis preconceptos equivaldría a incurrir en una subestimación grosera, cuando lo cierto es que ambos lograron conmover lo más profundo de mi ser.
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Antes de este suceso, nunca escondí mi desdén por el lema del Chef Gusteau: “cualquiera puede cocinar”. Pero, me doy cuenta, recién ahora comprendo sus palabras. No cualquiera puede convertirse en un gran artista, pero un gran artista sí puede provenir de cualquier lugar.
Anton Ego, el crítico gastronómico
Por todo eso, aunque fuera sólo por ver este personaje, hay que ir al cine y disfrutar durante dos horas de un banquete animado excepcional, un artilugio descaradamente comercial, escrito y diseñado para engolosinar a la platea infantil y juvenil, pero cubierto de una pátina de honradez adulta incuestionable.
No basta que las técnicas de animación sean asombrosas. Tampoco que la acción copa buen parte del metraje. Hay ocasiones en las que este confiable y previsto arsenal de bondades cinematográficas no garantizan un film redondo ( Cars, pongo por caso, aunque mi amigo Stipey se empecine en lo contrario ), pero Ratatouille es un fascinante ejercicio de cine de mucha altura que, sin llegar a ser la Obra Maestra que muchos críticos ( léase el introito de la reseña ) creen ver, se convierte en la mejor película del verano, época de flacos favores al entretenimiento inteligente y habitualmente nutrido de pastelazos sin defensa posible ( Next ) o clásicos ( por repetitivos ) artefactos de grandiosa aceptación y menor integridad estética ( Los 4 fantásticos, Harry Potter, La Jungla... )
Toda esa liviandad dulzona que se atribuye a priori a las películas orquestadas para el beneficio de la algarada infantil existe en Ratatoille. Tiene el sobresaliente mérito de matrimoniar de forma armoniosa y casi imperceptible ( ése es otro punto a su favor ) el brochazo de cartoon universalmente aceptado y la línea subliminal de texto lúcido, bien construído y, sobre todo, didáctico.
Es la película que habría hecho Frank Capra de haber disfrutado estos tiempos de técnica impecable. Y James Stewart se habría emocionado en la butaca.
( Ahora la canción de UB-40 cobra un significado nuevo... )
Trabajo ajeno
El blues de la estricnina
Cruce de caminos en Mississippi: un negro invoca al diablo y le pide que le enseñe a tocar el blues. Hay gente que pide la vida eterna o el confort absoluto. Este dandy murió por un esposo cornudo y su tumba no tuvo leyenda que explicara en qué consistió su osadía y qué heróica marca ( 29 inmortales canciones ) había legado a la posteridad. El blues de la estricnina le privó de morirse de viejo esperando Greyhounds en polvorientos caminos para mostrar al mundo su talento inimitable. Al final será verdad que el diablo existe y le dio la inmortalidad, aunque fuese bajo la veleidosa forma de la fama. Que se lo digan a Clapton: ahora se ha sincerado y ha rendido el tributo obligado, pero ha bebido siempre de esta fuente. Éstos son otros tiempos...
6.8.07
5.8.07
Un apóstata
Consiste la apostasía, muy corta y sesgadamente escrito, en negar la fe católica y conducir, a renglón seguido, la negación al amparo administrativo de modo que la sacrosanta institución eclesiástica pierda el numerario recién cesado y el Estado, pongo por caso, con cifras en la mesa, reconsidere los beneplácitos habituales, traducidos en ingresos y en parabienes concertados. Ahí es donde la curia, escocida en sus carnes, niega el suministro del cómputo de esas bajas que son, a lo oído, muchas. Es que el pueblo llano, ahora, está más engolosinado con otros asuntos y no se deja fascinar por la derecha del Padre, el episodio mágico de los peces y los panes y hasta la historia del resucitado: estos tiempos son más ligeros, más relativistas, como dice Ratzinger no sin razón. La mística más alta no la provee la fe y su prolijo recetario de consuelos sentimentales sino la suntuosa nómina de gadgets o cachivaches tecnológicos que nos susurran placeres a los que, ciegos, acudimos. Perdemos la fe y ganamos en plasma. Perdemos la devoción a cambio de banda ancha. Hemos sustituido graciosamente la misa de doce por otras liturgias cuyos santos patrones son el móvil, la pda y el reproductor de mp3. Quizá todo pueda ser matrimoniado y el feligrés cuerdo y en pleno uso de sus facultades mentales (las modernas, también) pueda sobrellevar el peso de la biblia y sus dogmas y la maquinaria formidable de estos bombones materiales tan gratos y que hacen la vida tan agradable. Hemos dado la espalda a la ortodoxia -hombre casado con mujer- por lo que no se aviene al dictado de la tradición - hombre ama a hombre o mujer ama a mujer, por ser correcto en todo -. El apóstata, azote de cruces, procede de la izquierda republicana o de las lecturas juveniles de Nietzsche o de un BUP muy culto con una biblioteca bien surtida de textos paganos visitada por una pandilla revolucionaria a la que se le atragantó -quizá- una misa de doce o un comunicado de la Conferencia Episcopal. Viene esto porque anoche vi en televisión a un apóstata pagado de sí mismo, diplomático y prudente, pero irremediablemente escorado a terminar sus parlamentos con pellizcos a quien no comulgase con su política animista. El estado actual de las cosas permite apóstatas y discípulos de Cristo, fomenta católicos enganchados al ipod y tecnófobos subscritos a la palabra de Dios. Lo lamentable es la gana de hacer la puñeta que tenemos unos contra otros: como si aquí lo que en verdad valiese es privilegiar nuestra verdad sobre la verdad ajena. Como si todo se resumiese al pobrísimo discurso de los símbolos. El apóstata de anoche, bien trajeado, convincente en su papel de adalid de los apóstatas españoles en la sombra, no dijo nada que no se supiese previamente. Que unos creen y otros no. Que tal vez la Iglesia debería considerar que su hegemonía ha bajado un escalón en las preocupaciones del ciudadano. Todo eso puede ser cierto: lo es, si lo razonamos con calma, pero estamos escribiendo con excesivo ardor lo que probablemente debe ser conversado con más cabeza. Y se nos ve el plumero místico y todos los demás plumeros a poco que abramos el pico y digamos este boca es mía. A lo mejor todo es una cuestión administrativa y hemos topado no con la Iglesia, como dice el latiguillo, sino con la burocracia de la Iglesia, que ésa sí que se antoja más exasperante.
París, Texas: El viaje infinito
Road movie: el sol abrasa la cabeza de Travis, que lleva un sombrero ridículo y un traje de ejecutivo triste y desaliñado. No sabe quién es: como casi todos. Está solo y fatiga el desierto despojado de heroísmo, desafectado de esa épica viril de los que regresan de la nada, del infierno, para resolver las incógnitas que no despejaron antes de la fuga. El infierno es también la ciudad y el neón de sus sueños: Travis, un incomensurable Harry Dean Stanton, es un John Wayne amnésico, un pistolero pacífico que busca la recompensa clavada en el árbol, ese tipo taciturno, quemado por una vida burda y patética, pero conjurado a encontrarse de nuevo y a recabar los hilos que no anudó y que todavía son agitados, ajenos a la biografía de su dueño, por el viento cancerígeno del desierto de Texas. Errático, no viaja por la tierra, no ocupa veredas y caminos, moteles cutres de carreteras secundarias y paisajes abismales que parecen no consolar la vista jamás: lo que hace Travis es andar hacia dentro, descubrirse en su estajanovista periplo de ciudadano puro y fascinado por la incertidumbre de no saber. ¿ O es que nosotros, aparentemente cuerdos y dueños de nuestros destino, sabemos quiénes somos ?
Film escasamente dialogado salvo en su tramo final cuando verdaderamente las palabras son precisas. Antes, durante el viaje de Travis hacia su redención, hablan las imágenes, que son portentosas como pocas veces hemos visto en el cine reciente.
Alrededor, como un manto de serenidad, la música de Ry Cooder, una banda sonora fascinante que se matrimonia a la perfección con la historia de pérdidas y de fracasos, de azar y de perdón que Sam Shepherd, un autor muy injustamente infravalorado, adapta para que Wenders haga su mejor película. Una Obra Maestra del Cine.
4.8.07
Rodando
Sostiene Millás en El País de hoy que Woody Allen está trabajando en condiciones lamentables con esa caterva infame de público abalconado al set de rodaje en Barcelona y en Asturias a la búsqueda de un escarceo entre Javier Bardem y Scarlett Johannsson o una visita inesperada de Bono, que algunas revistas del ramo ( y hasta la estimable prensa seria ) colocan en el disparadero de parejas de Penélope Cruz. La frivolidad y el morbo se encaraman al sombrerito de Allen y no sabemos ( Millás así lo manifiesta ) si todo eso afecta de alguna forma al resultado final del film, que al fin y al cabo es el propósito de esta reunión formidable de talentos. Luego habría que acercarse a la película descontaminados de todo esta información secundaria, pero que suscita el beneplácito de la concurrencia, ávida de lo tórrido, consciente de que el cine no es únicamente el desfile estelar de personajes, argumentos y luces doradas sino también la geografía íntima de esos actores y actrices que, de una u otra forma, engolosinan el ocio industrial de estos tiempos de aspirantes a estrellas y de feligreses encantados.
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