21.8.07

El fuego de la venganza: El infierno desatado




Hemos visto decenas de películas donde el héroe encuentra su redención en el limbo del bourbon. Ese castigo físico embota el cerebro y borra de sus estrías el ejercicio de la memoria que, en ese caso, en este film de Tony Scott, es un previsible descenso a los infiernos de la guerra y a las letrinas de la moral. El pulso narrativo de la cinta está fragmentado en dos bloques antagónicos, necesarios: en uno un ex-marine viciado por los excesos y refugiado en la biblia y en el alcohol ocupa su tiempo en proteger a una niña rica de las bandas de secuestros que asolan México D.F; en el otro, lo que vemos es un despliegue apoteósico de sangre y venganza, un clímax ya visto de puro cine adrenalítico, montado con el brío y la garra con la que Scott firma sus películas (Amor a quemarropa, pongo por caso). La existencia de la segunda parte es una consecuencia inevitable de la primera y se entiende que, a mayor grado de ternura y humanismo en los trazos de una, más estruendosos y desatados serán los que pincelan el transcurso de otra. El guardaespaldas hosco, hermético y antipático a carta cabal, que busca expiar sus culpas en los renglones de las escrituras, encuentra una niña que busca su parte todavía honesta, el hombre oculto dentro del caparazón. Los mecanismos de defensa, una vez derrotados, ofrecen una hermosa película de personajes formidablemente descritos (labor del guionista de L.A. Confidential o Mystic River, Brian Hengeland), aunque luego la traca de la venganza ilumina un cielo menos artístico y más en consonancia con los fuegos de artificio del cine entendido como ventana a otros mundo. Éste es varonil y escasamente metafórico: al estilo de Peckinpah. Scott planea sus films como un videoclip largo (dos horas y media, en este caso) y se abastece del universo de la publicidad, de donde venía, para privilegiar el impacto visual sobre la cordura narrativa, negando la esencia del relato y su discurso meramente literario para caer en la trampa de supeditar todo el peso de la trama en la arquitectura técnica de su, en todo caso, dudosa eficiencia profesional. Peor hubiese sido si Michael Bay hubiese tomado las riendas de este asunto, cosa que parece que estuvo a punto de ser tristísima realidad. Nunca, en fin, lo sabremos.
La atroz espiral de violencia desatada por el secuestro de Pita Ramos, una increíble Dakota Fanning, suscita no pocos dilemas éticos en el espectador interesado en dejarse llevar por las implicaciones sociopolíticas de un film directo, que no censura la barbarie más explícita y acude siempre que puede a manidos diálogos sobre la injerencia de Dios en los asuntos humanos.
La fotografía oxidada de Paul Cameron, el abusivo uso de la cámara lenta, la fractura de la continuidad visual con incesantes planos ajenos al hilado natural de los acontecimientos o la barroca paleta de planos escandalosamente subjetivos confirma que Tony Scott es un director personalísimo, reconocible, dotado de un talento innegable para capturar la atención del espectador, si bien nada de este recitado de bondades concede que sea un autor cercano a la excelencia. Tuve la dolorosa sensación de que, si bien la película me estaba gustando, estaba deseando de que acabara: quizá estaba sobrevitaminado de disparos, pesquisas en la oscura red de la delincuencia mexicana o simplemente agotado por esta agitada tesis sobre el dolor y la culpa, sobre la ética de la violencia, en definitiva. Tarantino tiende a facturar un producto similar, pero no se enfanga en mezclar revelaciones místicas, pasados tremebundos y esa estética a lo mtv que termina fatigando en demasía.
El campechano tono fascistoide aquí alentado no merece reflexiones posteriores: hemos venido a ver un espectáculo vigoroso, que lo es, y a contemplar hasta qué punto el cine norteamericano, al que tanto amo, pasa de fondos de catálogo y continúa ofertando la misma historia. Porque El fuego de la venganza, a pesar de la novedad melodramática y el tono pastelón de su primera mitad, es un grasiento ejercicio de violencia, grato al curioso ojo, pero no excesivamente digno para el mesurado tamiz de la memoria.
Ah, la banda sonora (Gregson-Williams) rezuma un eclecticismo tan sobresaliente que acaba siendo deficitario. Los pasajes de grandes masas orquestales, el drum n' bass amortiguado o las incursiones folclóricas de guitarra y lamento local despitan al personal al punto de que malean el visionado.

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