El thriller turbio bascula entre la introspección a lo Bergman - personajes atormentados que expresan sin lenguaje las aristas de su perturbada alma - y la consabida ración de clichés que perlan el thriller standard - personajes cuyo pasado importa escasamente -. El thriller turbio bucea en la moralidad de esa épica sucia, en la naturaleza del comportamiento humano. Importa más el origen del problema que su solución. Así es el personaje-enganche de este thriller más turbio que thriller que da a Richard Gere la oportunidad de redimirse de papelitos insulsos y ese sambenito irreconciliable con el olvido que es haber sido (ser, quién sabe) icono el star-system, hombre-objeto alrededor del buen actor que, en ocasiones, es. El perseguidor de psicópatas que interpreta ha acabado convertido en una especie de tarado obsesivo, en un hosco y asocial funcionario que ha convertido su oficio en una cruzada de la que es, por investimiento propio, héroe, adalid, estandarte y, sobre todo, ambiguo brazo ejecutor.
Lo escabroso del guión de El caso Welles (comportamientos perturbados, pederastas, escorados de la norma en general ) encuentra en su director (Andrew Lau o también Wai Keung Lau, autor hongkonés de las ya conocidas y sobrevaloradas tres partes de Internal affairs, el gérmen de Infiltrados de Scorsese) un autor metódico, empecinado en contar a la americana una historia de criminales sexuales y redenciones imposibles.
Afín a Seven en su vertiente tormentosa, en su epidermis purulenta, El caso Wells aporta una mecánica novedosa en el thriller de inspiración mística (el perseguidor convertido en aquello que persigue), un planteamiento estético cerrado, distante, articulado por la cargante (a veces) didáctica del sombrío y desequilibrado agente federal que interpreta un meritorio Gere, que únicamente parece feliz (es un decir) cuando rastrea pistas, escudriña escenarios del crimen o confirma la naturaleza inconmovible del mal.
El caso Welles es también un film de pretensiones modestas, a pesar de su elenco. El retrato de la vida privada de los abnegados funcionarios desplaza el previsible - y aquí casi inexistente - retrato de la vida privada de los psicópatas de turno, que no están suficientemente dibujados o (incluso)emborronados, carentes de autonomía narrativa. Todo eso hace que se haga pesado el metraje. Los demonios interiores del conjurado a impartir justicia enturbian su misión y lo arrumban a otra cruzada: la propia, la de un hombre perdido, batallando molinos, espoleado vagamente por la nobleza, pero abismado a la simple y tenebrosa venganza.
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