26.4.24

Leer (otra vez)

 


Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientras leemos. Es incluso posible que la lectura nos procure un paraíso inverso, un desorden emocional que no posee quien no ha abierto libro alguno. El habito de la lectura no crea mejores personas. Muchas de las barbaries cometidas por el hombre han nacido en los libros. 


Leer no garantiza que seamos mejores personas. En todo caso, podemos ser unos cabrones ilustrados. Leer solo permite vivir otras vidas. Si la que lees está impregnada de maldad, existe la posibilidad de que te impregnes tú.                       

                                                         

Me cuesta cada vez más concentrarme en lo que leo. Me distrae lo que he leído. Pienso en las cosas que no debería y la línea por la que discurre el relato se expande, adquiere proporciones fantásticas, incluso llega un momento en que ni la reconozco siquiera. Esa línea es la que hace que uno decida escribir. Por amarrarse a algo, por probarse en ser otro, por alguna cosa parecida a esas. 


Leer no solo es una actividad de riesgo. También es una actividad tóxica. Hay una cantidad enorme de veneno en las palabras. Las hay inofensivas, las hay tiernas, las hay amorosamente cándidas, pero en cuanto se encuentran y se entabla entre ellas el diálogo son de verdad temibles. 


En lo que uno lee, en las palabras cosidas unas a otras, está también todo lo que ha leído. También probablemente lo que no. Las historias tienen su envés. Unas historias te llevan a otras historias. Yo, al leer a Lovecraft, no puedo evitar que se me aparezca Poe. O era al reves. Primero Poe, luego Lovecraft. O incluso Poe, Lovecraft, Bierce, Chambers. Ahora estoy con El rey de Amarillo, uno de los gérmenes de True detective. Es curioso cómo la ficción cinematográfica te envía a la literaria. Cine que abre libros. Historias que empiezan donde no espera uno. Ninguna empieza en el lugar previsible: todas están engarzadas, todas se abrazan. 


Escuché una vez que hubo una manifestación que agitaba libros en el aire en lugar de percutir el metal molesto de las cacerolas. La hacían los dolidos por el cierre de una biblioteca en un pueblo, no recuerdo ahora cuál. Se me quedó el gesto, el pequeño y maravilloso símbolo de que un libro, izado como una oriflama, fuera el que librara la batalla de la justicia, que es (en el fondo) la antigua batalla de la cultura, que no ha terminado todavía. 


No sé si un día se cerrará ese capítulo de la Historia. Es posible que no acabe jamás: hay muchos intereses, hay muchos mercaderes. Interesa la ignorancia porque la ignorancia no exige. El que no sabe, no inquiere. Recuerdo a un profesor de mi facultad, que nos dejó muy prematuramente, encolerizado por el a menudo mal visto gesto de que alguien llevase unos libros bajo el brazo, andando por la calle, en la parada del autobús, en la cola de la charcutería. Decía Luis Sánchez Corral que la gente de las letras no es de fiar. Me lo contaba con su brizna de sorna habitual, trayendo historias de ayer, informándome de que el ayer vuelve si no tenemos cuidado y dejamos un hueco por donde quepa. También me habló ese día (Bar Platanín, calle Jaén, Sector Sur, a la vera de la Escuela de Magisterio) de lo buen columnista que era Eduardo Haro Tecglén, de mi inocencia política y de cómo la buena literatura salva a los pueblos del caos. El nuestro, en este estado de las cosas, cierra bibliotecas mientras que los políticos meten la mano en los sobres o se suben con absoluto impudor la soldada. Estaría Luis indignado si estuviese con nosotros. A veces echo de menos el café en el Platanín.


De este ir y venir por la web, a veces con fundamento y otras, las menos, a vuelatecla, como a la caza de un tesoro invisible, saca uno en ocasiones momentos de una intimidad fastuosa. Encuentra textos que le fascinan, páginas de una indesmayable vocación de refugio, lugares donde abandonarse y a los que pedir una especie de asilo cibernético. No es que la realidad carezca de techos así, pero cansa el tráfago, el exponerse a ser distraído por el azar, por la rutina, por la mecánica previsible de las cosas, que vuelve y nos reclama. Por eso empleo algunas mañanas de domingo en perderme por la procelosa y enfebrecida maraña del google. Exploro concienzudamente, pero sin propósito. Busco información sobre un poema de Gil de Biedma y encuentro un rincón en donde puedo ver con asombrosa restitución cuadros del MOMA. Canjeo a Jaime por Pollock. La poesía por la pintura. Luego el jazz por la crónica de sucesos. No tengo duda alguna de que este paseo por la negra flor, como cantaba Auserón en sus tiempos, agota más que ilustra, desguarnece la sensibilidad más que otra cosa, la abotarga y la convierte en otra cosa, pero no la que conocemos, la sensibilidad de ir a pie por la calle y respirar el vértigo de las cosas. Pero no puedo evitar sentirme bien en este laberinto. Lo imagino, a ratos, como aquel antiguo día en el que descubrí la existencia moral de los libros, su belleza oculta. No los libros como el objeto físico, sino la hondura de sus letras, todo ese milagro que tutelan y que se revela cuando los abrimos y les pedimos respuestas. 


Es curioso que al correr de los tiempos, yo prefiera las preguntas. Quiero muchas dudas. Que me escolten por la realidad y me lleven de los blogs a los libros, de los amigos a los parques, de las barras de los bares al aula en donde sigo aprendiendo cosas.

1 comentario:

Susana Moreno dijo...

Google no puede dar lo que da lalectura. Un beso

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    1 Siempre sostuve que la literatura nos procura el privilegio de asistir al sobrio o al festivo y a veces al miserable espectáculo de la...