Stephen King es un inagotable semillero de argumentos. En cierto sentido, King hace que el exigente lector de literatura perdone su forma (a menudo untada de prisas y escasamente depurada en estilo y en recursos logísticos) y se rinda sin ambages al fondo, a esa caterva formidable de historias a las que nos tiene bien acostumbrados. Por eso 1408 es Stephen King al ciento por ciento: porque la película hereda los vicios y los aciertos de la narrativa corta del maestro del terror y propone, en un formato más televisivo que cinematográfico, un orgiástico y recomendable ingreso en el miedo, en la certeza de que todo cuanto nos rodea puede conjurarse en nuestra contra y hacernos padecer el infierno más intolerable.
El entretenimiento de orden fantástico ha estado muy castigado por la calidad de los productos que lo pretenden recuperar como género digno y relevante. No es que esta habitación 1408 vaya a modificar sustancialmente esta evidencia, pero contribuye con más acierto que otra cosa a reverdecer un estilo de hacer las cosas que hacía tiempo que no contemplábamos. Más en consonancia al cuento a lo Hitchcock o un episodio de medianoche de Twilight Zone que al largometraje, que puede venirle muy largo, la cinta entretiene muchísimo, enseña sus cartas nada más empezar y en ningún momento hurta del espectador la sensación de estar asistiendo a un ameno e intrigante tour de force entre la imaginación calenturienta de un guionista (King, de fondo) y la realidad, siempre plomiza, siempre abonada a la rutina y poco entusiasta de dejarse manipular, alterar, descomponer, pudrir a veces.
No es, a pesar de lo escrito, una película sobresaliente. Ni siquiera le damos un notable. Convence por la inocencia de su propuesta, por su orfebrería doméstica, por su indisimulado esfuerzo por abrir nuevo capítulo en el hipotético Manual del Terror en el Siglo XXI, libro por fuerza vilipendiado, enfangado por Hostel, Saw y otras chabacanas indagaciones en el morbo y en la lujuria del muñón y de las vísceras colgadas de una lámpara de araña. Por eso 1408 nos produce ese agradable rubor en las mejillas: por no recurrir a tópicos y regresar a los clásicos, a la simpática - y estamos hablando de terror - cinta de la que salimos ufanos del tiempo que hemos entregado.
Cuando todo podría alistarse en la parodia, la película toma vuelo y se toma verdaderamente en serio. La historia del escritor en horas bajas que decide especializarse en desmontar tinglados esotéricos de habitaciones embrujadas, leyendas urbanas de difícil digestión racional y hechizos varios y descubre que la religión de la que reniega tiene santuario, altar y hasta oficiantes rigurosos (un aquí comedido John Cusack) no es otra cosa que la propia historia del sacerdote King, que recurre cuando le apetece al escritor como alter ego, como héroe de pasión de su irregular pero atractiva obra. Mikael Hafstrom dirige sin florituras, sin establecer un modo personal y sin caer en efectismos que podrían haber lastrado el resultado final, siendo en todo momento un obrero aséptico, un eficiente gestor del material que le ha caído entre manos, y que no es en absoluto desdeñable.
Armada de buenos propósitos, se pierde en trampas que enfadan al gourmet de estos raros platos entre lo onírico, lo kafkiano y lo fantástico, adviértase qué habilidad hay que tener para sacar de estos tres parámetros algo que enganche y no caiga en frivolidades, en cursiladas o en pobres ejercicios de terror adolescente revestido de trascendencia. Hasta el final borra toda posibilidad de ambigüedad - bendita, en ocasiones - y nos desarma la fabulación a la que hemos estado sometidos durante ochenta minutos. Nos viene a contar que Milton verdaderamente ha estado en el paraíso y que para demostrarlo ha traído una rosa.
Qué ingenuos nos creen.
Qué bonito que es el cine.
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