Tal vez, en este caso, no exista la condolencia, ese trámite lingüístico en el que uno mide y pesa las palabras como si el exceso o el defecto condenaran a quienes las pronuncian. No existe porque Fernando Fernán-Gómez, aun cercano, al que incineraron hoy, no deja de ser - incluso en el pesar de su marcha - un representación icónica, una persona y también un personaje, con su ademán de máscara y su camuflaje en los cientos de personajes que ha interpretado a lo largo de su vida. Fernando Fernán-Gómez, como Bette Davis, como Fernando Rey, como James Cagney, como Henry Fonda, ha sido siempre un hombre eternamente vinculado a una pantalla. Da igual que fuese de televisión o de cine. O un hombre de letras, que también solía yo leer su columna en los suplementos dominicales de El País. Hace mucho tiempo, demasiado quizá. Nunca lo vi en teatro. Luego está esa dramaturgia formidable que han construído para festejar (es un decir) su deceso. El tango. Enrique Morente. Las mesas de bar antiguo con las copitas de anís y el café humeando. Falta Umbral, falta Cela, que tampoco están y eran amigos de café y cháchara en un bar.
La tristeza, en estos casos, es siempre asunto menor. Nos queda la fortuna de la memoria. Escenas sueltas de películas. La voz genuina que parece estar aquí ahora mismo. Eso tenía este hombre. No tuvimos otra opción que ésta: el cine, los libros, la ahora lejana tertulia que TVE le dio para que trajese a los amigos y departieran sobre paganismo y héroes románticos, sobre vida y obra de santos o sobre la vigencia del bufón como moderno animador socio-cultural. Él fue un bufón prodigioso, un cómico comprometido con los clásicos y un continuo investigador de las nuevas corrientes estéticas y cinematográficas. Sólo hay que ver sus últimas cintas y el regalo que Garci - que no es santo de mis muchas devociones - le brindó con el papel de El abuelo o Cuerda en La lengua de las mariposas.
Se ha ido para no volver, claro. Tampoco tenía excesivas certidumbres acerca del negro porvenir que le esperaba en el turbio más allá que tantas veces escenificó y al que entregó su talento. Venía a decir (ahora han repuesto el sketch en una especie de documento biográfico, La silla de Fernando, firmado por Trueba y Alegre y ahora convenientemente recuperado) que ninguno de sus muchos amigos ya difuntos iban a recibirlo en las alturas celestiales, en el limbo de la fe, en la Derecha del Padre o en el éter metafísico de la vida eterna. Descreído, pagano y escasamente apegado a creencia religiosa que lo distrajera de menesteres de más enjundia. Y lo contaba Fernando con un convencimiento y una naturalidad pasmosa, carente del histrionismo que bordaba en las tablas. Así que hemos despedido casi del todo su persona quejosa y humana, ese aire chulesco de hombre infinitamente cabreado contra el rigor de todos los absurdos y las gilipolleces que le rodeaban. Explicaba que valía más granjearse la antipatía ajena que un exceso de mimos y cariños que, a la larga, molestaban y le robaban la intimidad y el esparcimiento que requería una vida tan rodada y vivida. Ya no está. La farándula (una palabra preciosa) ha perdido a su emperador.
2 comentarios:
Siempre nos quedará el extraño viaje!
Uno no muere del todo si vive de algún modo en sus acciones.
Y el primoroso guión de Las bicicletas son para el verano, que precisamente tengo en mente ver uno de estos días. Jaime de Armiñán, qué buen director cuasiolvidado.
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