El taxidermista tenía seis hijas a las que leía pasajes de la Biblia. Ninguna parecía disfrutar con las aguas que se abren o con la sanación de leprosos. Lo que las fascinaba eran las resurrecciones. Silvia, la más pequeña, dijo a las hermanas que podrían bajar al sótano donde estaban los animales a los que aún no había retirado la piel. El que más ternura despierta en las niñas es un pequeño zorro. Vieron cómo él lo sacaba de una caja, su cuerpecito abierto. Esta noche lo resucitaremos mientras papá duerme, les dice. Sandra se entusiasma. Es tan pequeño. Lo atropelló un coche. Ana, de pronto preocupada, advierte a las demás sobre el atrevimiento. No somos nada más que unas tontas. Dios nos castigará. Padre es peor que Dios, la corrige Julia entre sollozos. Sofia prefiere que se resucite a un cervatillo. Carla recuerda a su madre muerta. A ella no podremos traerla de vuelta. Se la habrán comido los gusanos. Deberíamos haber pensado en esto hace dos inviernos. Julia lee. Recita. Sugiere que impongan las manos sobre el zorro. Lo vieron en una película. Ni así se le aprecia aliento. La vida que anhelan no irrumpe. Las maniobras de resurrección son baldías. El animal muestra esa quietud macabra de lo roto. Las niñas imploran. Rezan. Padre es severo. Más que Dios. Ya lo fue, ellas lo saben en el fondo. Lo será de nuevo. Mamá nunca bajaba al sótano. Hasta que se atrevió. Desde la pared parece que las advierte. Ella no tuvo a nadie que lo hiciera.
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