Uno nunca sabe dónde empiezan las historias. Si las arma el azar o es el capricho de quien las piensa el que las termina cerrando, convirtiéndolas en una pieza canjeable por otra pieza, en un sombra cosida a otra sombra. Lo que sé y a lo que me aferro más fieramente cada día es que las historias piden más historias. La mía, a poco que la pienso, es más triste ni peor que las otras. Quizá porque sea de mi incumbencia o porque es una sombra cosida a otra sombra o porque no quiere que la cierre, mi historia me conmueve cada día más. Tanto aprecio le dispenso que en ocasiones no la siento cosa mía y la miro desde afuera, com cortejándola, dejando que se me vaya colando, convirtiéndose en algo personal. Es curioso el modo en que nos comportamos con nosotros mismos. Estaría bien salir unos días, contemplar lo que es uno desde la periferia, regresar más tarde con la lección aprendida o con ninguna lección aprendida, yo qué sé, pero viajado. Debemos ser muy ridículos, imagino. Incluso debemos ser sublimes, en ocasiones. No veo la razón por la que no podemos brillar. A diario. Brillamos intermitentemente, a ráfagas. A veces lo hacemos a solas, al término del día, en la intimidad.
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