Valle-Inclán escribió que las cosas no son como las vemos sino como las recordamos. Entre lo fabulado y lo vivido a veces no existe mayor diferencia que la intensidad de esos recuerdos. Más que el árbol que vemos, ese árbol es de alguna manera cualquier árbol que hayamos visto. Un chiste, todos los chistes. Un abrazo, los abrazos. Los días se persiguen. Algunos se parecen tanto que parecen haber sido confiados a un bucle siniestro. Otros invitan a pensar que son nuevos. Leer es haber leído. Escribir es una tentativa de escribir. No llegamos a ver el árbol, ni a sentir el abrazo. La pureza ya no existe. Todo es regreso de lo que sentimos. Ayer empecé a releer los cuentos de Nabokov y lo dejé a la hora de haberlos abierto. Me resultaron los mismos. No me decían nada que no supiera. Ni una sola línea me deslumbró. La culpa no es del maestro ruso, sino mía. Yo soy el quemado, yo fui ayer el que no permitió el asombro, ni la renovación. Nabokov era el Nabokov de 1986, cuando leí Lolita por primera vez. No habrá nunca un Nabokov nuevo. Ni un árbol. Ni un abrazo. Ni un paseo por el pueblo cuando la tarde se desploma en ceniza. El calor de este verano pasa factura donde menos se lo espera uno.
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