17.8.23

Elogio de los músicos de Júpiter

 Es virtuoso quien sublima una disciplina y ejerce una influencia en quienes se afanan por adquirirla. También hay virtuosos invisibles, ajenos a regentar cualquier iniciativa pedagógica, ensimismados en el manejo de la virtud a la que han doblegado. Algunos prescinden de la emoción puramente estética y se consagran casi litúrgicamente a la restitución mecánica de su don. Privilegiaban la técnica al sentimiento, la cabeza al corazón. Los casos en que ambas manifestaciones de ese talento comparecen juntas son escasas. Pareciera que la técnica más depurada, su extremo absoluto, prefiera deshacerse de la claridad y extraviarse en el alambique de la perfección. Tal vez sea esa la razón por la que mi amor por la música de Jimi Hendrix tenga sus altibajos y, en ocasiones, no siempre y no exageradamente, se me haga difícil entrar en esa comunión absoluta con el genio. El milagro del jazz no me produce ese malestar. A quienes no les gusta, suelen aducir, en su descargo, que no lo entienden, que esas diabluras de los músicos con sus instrumentos les causan cansancio o, más trágicamente, que no extraen nada que pueda ser ni remotamente parecido a cualquier emoción en la que participe la belleza. Quizá sea precisa cierta instrucción, una cierta didáctica. A Louis Armstrong, el gran embajador del jazz, el bebop de Charlie Parker le parecía ruido. No entendía que esa cacofonía armónica pudiera ser confundida con la música amable (vertiginosa a veces, sentimental otras) que él practicaba. Le dolía (lo expresó con contundencia muchas veces) que ese engendro entusiasmara al mismo público que le adoraba. El bebop era disonancia desinhibida. Un periodista del circuito del jazz al que tampoco le agradaba aquella revolución dijo del nuevo género que le recordaba una tienda de porcelana durante un terremoto. El virtuosismo queda en un marasmo de instrumentos que rivalizan en digresiones, en infinitas volutas de humo, en atentados contra la más elemental norma pentatónica. Un amigo se expresó de parecida manera cuando un día en casa dejé de fondo un disco de John Coltrane. Cuando ya no pudo más, condescendió a sincerarse y recurrió al chiste al preguntarme si no tendría algo de la música que se hace en Júpiter. 

El jazz, cuando se extravía en arabescos, en excursos de veinte minutos alrededor de una melodía que, ora se coge, ora se abandona, puede parecer una evidencia de que hay vida inteligente en el espacio exterior. Uno abre sus orejas al cosmos y deja que le invada. Su evangelio es cósmico, preternatural, emanado de alguna divinidad tímida o muy rudimentaria que ha otorgado su talento a un mortal para que difunda su mensaje. El propio Coltrane tenía algo de organismo extraterrestre. Su música era una invitación al recogimiento; su obra, un salmo. El virtuosismo tiene algo de ecumenismo: fomentaba una unidad de todos las creencias, pretendía que primara la elocuencia de la música, su universalidad. Se confería de técnica al modo en que un arquitecto, al planear sus edificaciones, prevé las embestidas de la adversidad, se precave contra la austera inocencia del tiempo. Hendrix, en los escasos cuatro años en que ejerció de mesías de la guitarra eléctrica, revolucionándola, desde su bautizo en la Inglaterra del asombrado Clapton hasta que se tragó su propio vómito en un hotel de Londres, quiso hacer perder protagonismo a su instrumento, desprenderlo de la quincalla virtuosa, haciendo que ganara la rendición suntuosa de la mera música. 

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