14.8.23

Elogio de los tropos




A veces a una parte se le atribuyen las virtudes del todo. Como una suerte de panteísmo en el que lo pequeño contiene la totalidad, donde cada pieza exhibe su vocación de engarce o de pura manifestación de todas las demás y se ayunta con ellas y las hace propias. Como si en el ojo de la mosca perviviera cualquier ojo y en él se congregara la misma urdimbre del hecho de mirar. Como si un verso compendiara toda la poesía. Como si en un blues del delta pudiera entreverse un adagio sinfónico. Como si la ola, al deshacerse en la orilla, no desatendiera su naturaleza de ola y regresara con empeño a su condición. En un territorio más pedestre, en cualquier disciplina moral o científica o literaria, se otorgaría rango mayor a lo que, en apariencia, no lo tuviera. Cuando se dice que alguien tiene bocas que alimentar o que debe ganarse el pan de cada día se magnifican la boca y el pan, que cobran la potestad simbólica de la metáfora. No es una boca particular, sino el hombre en sí mismo, representado por ella. Ni tampoco el pan es una hogaza sencilla, sino la suprema matriz de lo que, al ingerirse, nos alimenta. La sustancia reemplaza a su envoltorio. Así son los tropos también engalanan el decir. La metonimia, la hipérbole, la metáfora o la alegoría son idiomas de lo invisible, alfabetos de lo arcano y, sin embargo, verosímil, confiado a la traducción universal. Cuando se dice que España ha ganado en tal o cual competición deportiva se colige que es el país entero el que ha ganado, aunque haya quien no sepa de la victoria o quien, más ásperamente, hasta ni se interese. Se quintaesencia ese todo para que resuene la plenitud de una parte. La labor de quien maneja esos tropos es dar cuenta de esa experiencia metafórica para que cierto ideal poético cunda, condescienda a que se le maneje y dé de sí (con rimbombancia, con colmo de ahínco) cuanto haga posible la eclosión de los primores más nobles de la lengua, que es ante todo, más que herramienta de entendimiento, pilar de consensos. Si se dice que un museo tiene un Rembrandt (metonimia) o que la balanza es la representación idónea de la justicia (símbolo) o que yo vaya que corte hacia las sesenta primaveras (sinécdoque) o que el corazón se nos parta cuando nos hieren (metáfora) o que devoremos el cine de nuestro director favorito (hipérbole) o que París sea la Ciudad de la Luz (antonomasia), estamos ejerciendo de poetas, sin que se tenga conciencia de que los recursos usados contengan poesía alguna, en muchas ocasiones. Hay quien se expresa con esa pompa y tiene propiedad y conciencia de su manejo. Quien entiende que lo que está arriba también está debajo. El orden superior (el del cielo, volviendo a la teología) es espejo del inferior (o viceversa) en una concordancia que ya aparece en Platón y que ha ido mutando en el trasegar del pensamiento humano hasta ahora. Se echa en falta esa comunión entre el hombre y la naturaleza, que los cabalistas expresaban en la feliz idea de que el hombre es espejos del universo. Con todo, es el lenguaje la argamasa con la que todas esas similitudes prosperan en el imaginario  común. Este principio de correspondencia surte de inspiración a los poetas, que son los sacerdotes de esta eucaristía verbal. La luz tiene su misterio dentro. El cielo está siempre a medio hacer. La palabra continúa su pesquisa celestial. Como es arriba es abajo. Lo que barrunta el espíritu concierne al cuerpo. Lo que pulsa en el sencillo corazón de una hormiga se manifiesta en la música secreta del cosmos. Querría el ánimo lírico que estas cosas fuesen ciertas, pero importa escasamente que puedan no serlo. En el contar su trasiego de metáforas sucede el tiempo, se avitualla de luz la luz y vibra, entusiasmado, el pecho del hombre. Cuenta uno con estas distracciones para rechazar lo epistémico y abrazar con fuerza lo etéreo. 


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