4.5.23

100 canciones / 23 / Tubular bells, Mike Oldfield, 1973

 



Hay canciones que no son canciones, piezas sujetas a un minutaje discreto, sino que se extienden y ocho o diez o treinta melodías las atraviesan. Más que canciones, son sinfonías: las ejecutan una cantidad discreta de instrumentos, se construyen en torno a melodías que se van anudando y desanudando, adquiriendo una consistencia apreciable, sujeta a un sentido, pero desprejuiciadamente anulado, convertido en herramienta, más que en producto. Uno de esos discos que desatienden las canciones y se extienden en una sola, que las contiene todas, es el Tubular bells de Mike Oldfield. 


Tramado en la cabeza de Oldfield cuando era un adolescente, la obra no tenía manera de abrirse paso entre las discográficas de la época (principio los setenta). Era sistemáticamente rechazada. Se argüían motivos comerciales, casi nunca creativos. No tenía letra, una sola pieza ocupaba las dos caras del disco, su viabilidad económica era ruinosa. Los instrumentos suenan unos encima de otros, se desplazan para regresar al lugar del que partieron, enhebran una melodía que se abraza paulatinamente a otra que transcurre a la par suya, sin que se atropellen. Lo fascinante es que el propio músico toca casi todos esos instrumentos. Lo milagroso es que dieran con el modo de grabar aquellas revolucionarias ideas musicales sin que intermediara la computación. Lo apadrina un joven Richard Branson, que dispone de la fortuna que comprometer en aventuras financieras de improbable éxito. Le entrega a Oldfield una mansión que es un estudio (The Manor, la primera de muchas para que posteriormente graben Queen o Peter Gabriel o Emerson, Lake and Palmer, que recuerde) para que el músico trastee con las máquinas y dé con el sentido exacto del disco. Ya no está únicamente en su cabeza: puede restituirse con más o menos verosimilitud. Tubular Bells es el primer producto comercial de la discográfica Virgin. Un afamado DJ de la época (John Peel) se hizo entusiasta del disco y se atrevió a reproducir toda la cara A en su programa de radio: nunca una pieza de más de veinte minutos había ocupado tanto tiempo en una sesión de radio comercial. William Friedkin hizo el resto: acogió la reconocible melodía de inicio para su película "El exorcista". 


Se le tiene a Mike Oldfield el afecto suficiente como para que no se vea comprometido por ninguna de las flojedades que ahora despacha y sigamos adorando sin retraimiento los discos primeros. En mi caso, se lo perdono todo. Da igual que haga un disco de cumbias o uno de tradicionales irlandeses tocados con ukelele o que se autoplagie sin que exhiba una brizna de rubor y haga campanas trapezoidales o en forma de dodecaedro. De hecho, no hay ningún disco suyo que no haya escuchado con reverencia, apreciando los destellos de genio y, en la misma medida, repudiando las partes blandas, las blasfemas, todo lo que nunca debería haber hecho. En lo personal, sigo en ese hilo de las cosas, Mike Oldfield fue una especie de sacerdote en esa religión primitiva y sensorial en la que uno entra cuando deja la adolescencia y acomete la edad adulta. Hubo una época en que existía este disco en un lado de la balanza y todos los demás, por buenos que fuesen, en el otro. 


Creo haber escuchado cien veces (cien son pocas) Tubular Bells. Cuando joven, teníamos los feligreses nuestra liturgia. Cara A cara B. Respiración honda al levantarse el brazo del disco y volver a su quietud. Nos sentábamos en la mesa camilla de mi dormitorio (era amplio, tenía sitio para ese esparcimiento) y poníamos el disco. Mi amigo R, dijo en cierta ocasión que el final de la parte primera debía haber sido colocado al final de la segunda, asunto de la mayor importancia al que yo asentí sin que me temblara la devoción ni flaqueara mi adoración absoluta. A mí incluso se me ocurrió promover la idea de que la parte 1 fuese la única disponible. La segunda es un descenso a la calma que dura lo mismo que el ascenso. La densidad melódica e instrumental aminora hasta que el folk británico tradicional irrumpe con el final vertiginoso; en realidad, la única parte que no es compuesta por el propio Oldfield. 


Se adoraba (se adora, iba a escribir) a Mike Oldfield por razones que no pueden explicarse. Fue la primera obra completamente instrumental (hay graznidos y grullidos, hay carraspeos y sorbidos pero eso no entra en el capítulo vocal, con letra y peso lírico) que yo escuché fuera de la música clásica. Todavía no conocía a Stravinski ni a Mozart. No tenía ni idea de que existía Beethoven, salvo las obligadas escuchas en el instituto, cuando la profesora de Música nos ponía fragmentos de la novena y se exponía en el entarimado, entre arrebatado de éxtasis puro y comprometida con el orden de la clase, que no comprendía los fulgores del discurso sinfónico, ni falta que hacía en aquella edad dorada, tan revolucionaria e ignorante. Mike Oldfield fue el primer Mozart o el primer Shostakovich. Todavía hoy pienso en esa idea cuando se me ocurre escuchar Tubular Bells. Lo hice con frecuencia durante un tiempo, no dejaba mucho tiempo entre una escucha y otra, y en todas se producía esa anuencia agradecida, la de la pedagogía, como si Mike Oldfield hubiese sido la puerta que me hiciese acceder a otras muchas. como si Tubular Bells hubiese sido el principio del amor a la música. 


El disco era inagotable, no se cerraba por más que se lo obligara; no cansaba, por más que se forzara. Hay veces en que uno entra en un disco o en un libro como el que entra en una catedral o en otro cuerpo y se deja abrumar por la piedra o por la altura incontestable de las bóvedas o por la calidez entusiasmada de la carne. Tubular Bells es una catedral del siglo XX. Una a la que se accede con la reverencia de lo sagrado. No hay año en donde yo no peregrine a su interior y me postre al modo en que el creyente lo hace ante la cercanía prístina de sus dioses. La liturgia no precisa una disciplina excesiva. Ninguna que provenga del corazón la precisa. A mí, en los cuarenta que llevo escuchándolo con absoluta devoción, no se me ha presentado jamás esa necesidad. El disco, a diferencia de tantos que se ajan con el tiempo y exhiben sus malas costuras, a pesar de lo buenos que nos parecieron de primeras, se ha mantenido maravillosamente íntegro en estas convulsas décadas. No me interesan (o lo hacen a título de curiosidad) las campanas posteriores, todos los discos que el zorro de Mike Oldfield hizo para que las monedas siguiesen tintineando en el fondo del cuenco. No me interesan más allá de la memorabilia a capricho de coleccionismo. Ninguna de las razones con las que se pueden componer el elogio perfecto entran en las que convoco para justificar mi amor por las dos caras de este disco pletórico, inmarcesible, catedralicio, celestial y eterno. Amor puro al que no se puede sobornar. Gloria al órgano Farfisa, a la mandolina, al honky tonk, al bendito glockenspiel.

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