El amor tiene su emboque como la fe su verbo próspero que, grácilmente, aletea y medra en el aire como ala donada en júbilo por los dioses. El amor embocado se aviene al cauce y, no saliéndose nunca, concluye, finalmente muere, renace más tarde, es notorio, por cualquier meandro del río y retoma el curso. Amar es repoblar lo conminado a pudrirse. También permitir que el ala festeje el vuelo o que la jaula sea pájaro entera o que el pecho brinque cuando lo acaricia una brizna de aire de pronto limpio y puro. El amor es la pureza de las palabras antes de que se las ingenien para desdecirse o la pureza de los gestos antes de que los corrompa el uso. Se ama para que el amor persevere. Es al amor a lo que se viene al mundo. Todo lo demás es periferia y cobardía. El peso del mundo es amor, cantaba el poeta. Afuera suya no hay nada a lo que confiarse. Uno ama un cuerpo o un alma o juntamente ambas o ama un poema o un paisaje o un recuerdo de un cuerpo o de un alma o de un poema o de un paisaje. El amor es la celebración de la memoria. Se puede amar sin que se aprecie el trabajo que requiere. Hay quien ama inadvertidamente y transcurre con feliz ignorancia. Hay quien no se autoriza a dejarse amar. Hay quien prefiere abstenerse por precaverse contra el desamor. También ahí prevalece su hondo ímpetu. Tal vez con más ahínco, con mayor sentido. Anoche amé una blonda de pétalos en un verso que no acabé de cerrar. Me sentí súbitamente pleno en esa inminencia de esplendor. Casi agradecí que no diera con las palabras cabales. Ya vendrán, ya me buscarán. El verdadero amor nunca concurre cuando se le reclama. Como la fe. Como la muerte. Todo está hecho de la misma quebradiza y bendita sustancia. Todo se aprovisiona de infancia y de inocencia.
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