18.5.23

Elogio de lo sublime


Al autor  o al intérprete de cualquier disciplina artística se le concede en ocasiones la contemplación pausada de su obra y, en ocasiones, la mira sin reconocerla suya, sólo comprende los rasgos, aprecia ciertos hallazgos, pero no siempre atisba su impronta, la huella perceptible. Entre el creador y lo creado hay páramos no recorridos todavía, una suerte de contradicciones y de paradojas que hacen más valorable el producto final. Es el numen, al que todavía no se le ha dado el predicamento debido. Se cita como una inspiración, una especie de emanación mística, un don. Hay quien tiene alguno y no le da valor y quien, careciendo de él, se cree portador de su llama, oficiante de alguno de sus prodigios. Se trae con frecuencia la frase atribuida a García Lorca en la que concedía que es en la comisión del trabajo en donde irrumpe ese numen, pero hay veces en que no sucede así, me permito contradecirle. Acude una melodía a la que más tarde se da el pulimiento que la hace brillar, surge una frase o un verso que requiere atenciones para que sea rotundo y emocione. La virtud del ocupado por estos milagros de la sensibilidad es la de no desoír las voces que lo tientan y registrar esa inminencia de milagro. Porque el numen es únicamente una semilla, una pulsión de luz, una brizna de la eternidad. Cualquier puede dar con uno de esos milagros, hay ejemplos suficientes, se observan a diario. Lo verdaderamente importante es la vehemencia, la perseverancia en el trabajo, aquí vuelvo más conciliadoramente a García Lorca. A la musa le agrada que se la corteje, es de recibir halagos, se pavonea cuando alcanza cierto grado de belleza. Kant llamaba a esa revelación "lo sublime". El alma, si así se la conforta, adquiere cotas de gozo inefables. No se precisa el concurso de una construcción humana (un poema, un cuadro, una pieza musical) para que ese estado de gracia exista: hay paisajes que nos conmocionan, hay catedrales a las que entramos con el corazón empequeñecido y el ánimo izado como una cometa feliz. Es entonces ella la que se arroga la facultad de restituir lo excelso, todo lo absolutamente extraordinario. Cuando esas circunstancias concurren, si la belleza ha sido ofrecida con todo sus oropeles y pompas, se alcanza el éxtasis. Hay una concordancia perfecta entre el sujeto que observa y su objeto observado. Uno es extensión del otro. La lengua de la luz lamiendo el pétalo de una flor era para Schopenhauer expresión total del sentimiento de lo bello. El cuerpo se agita, hasta se duele, en casos extremos. Creemos que la inmensidad de la creación ha sido depositada en esa visión, en la de la flor bañada por el sol, en la del poema en el que alguien hace que veamos la flor y la luz juntamente sin que ni una ni otra estén frente a nosotros. La espiritualidad es el camino por el que transitamos. Nos embarga un júbilo, nos traspasa una sensación sobrecogedora de plenitud. Por ese estremecimiento puro vale la pena vivir. 


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