La vida siempre se abre paso. Lo hace sin heroísmo, apenas conmovida por el paisaje en el que la obra (inevitablemente dramática) va discurriendo. El lechero hace su reparto a pesar de los muertos y de los escombros. Lo hace convencido de que la rutina es un bálsamo y de que los actores que representan la escena, a pesar de que el teatro se haya venido abajo, deben continuar el espectáculo. La ciudad devastada es Londres en 1.940. El pueblo inglés, al que sinceramente admiro, está hecho de una pasta dura y escasamente rebajable al desencanto o a la tristeza. Eso he aprendido leyendo a Chesterton y a Dickens. Me imagino uno de esos diálogos eduardianos de fluida y pomposa sintaxis en los que el lechero, a la puerta devastada de la eventual cliente, se excusa por la falta de decoro en la indumentaria y por el retraso que causaron las bombas y las trincheras e insistirá (sin aturdir a quien le escucha) en que probablemente mañana será puntual. Todo depende de la impertinente barbarie nazi. Las vacas están a salvo, señora. Escuché en cierta ocasión que la verdad es fácil de decir y que para mentir hace falta imaginación.
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