20.11.22

324/365 Señor Lobo




 Al milagro se le concede una cierta nombradía que proviene del principio de los tiempos y que ha convenido sobremanera al auge de las religiones. Se tiene de él una propiedad etérea o mágica, no se le atribuyen las razones por las que hacemos regir el resto de las manifestaciones sensibles y trasciende la mera narrativa de su causa o de su efecto hasta impregnar todo cuanto roza. Hay civilizaciones enteras que han prosperado merced a su rentable maquinaria de metáforas y de estupefacción. La misma palabra milagro (miraglo, del latín miraculum) deriva del verbo "mirari", que viene a significar "contemplar con admiración y asombro". Desentendido de cualquier vinculación mitológica o divina, se comenzó a usar para nombrar sucesos de la naturaleza que, por su elocuencia o grandiosidad, escapaban al raciocinio humano. El portento residía en la imposibilidad de que se pudiera gobernar su concurso, siendo el azar o la providencia el que los creaba. La fe cristiana sostiene que es el amor de Dios a los seres humanos el que obra el prodigio. Jesús de Nazaret, por traer a un consolidado personaje en el gremio, sanaba al enfermo, hacía ver al ciego o hablar al mudo, extraía demonios del alma, retiraba la lepra, calmaba tormentas, multiplicaba panes y peces, caminaba sobre las aguas, tornaba el agua en vino y, en última instancia, él mismo, tras ser ungido y enterrado, Dios lo resucitó de entre los muertos. Los milagros han ido perdiendo público, hay mucho gente incrédula, a todo se le busca un botón que haga que se encienda o se apague, con todo aplicamos el razonamiento cartesiano y la duda nos corroe incluso después de haber sido disciplinado en el procedimiento de despejar las incógnitas y resolver la ecuación. Podemos invitar a Descartes. Lo primero que haría ante un milagro sería no aceptarlo como verdadero hasta que las evidencias corroboraran su legítima verosimilitud. Después fragmentaría el mismo milagro en sus partes elementales y las verificaría con pasmosa morosidad con el fin de dar con el motivo que las anima y ensambla. Por último, si nada de lo anteriormente implementado mostrara fractura o desavenencia, revisaría de nuevo el milagro y no dudaría (perdón por el verbo) en refutar cualquier manejo de verdad si una sencilla brizna de sospecha o de incertidumbre lo arrebolara en turbación.

Winston Wolfe, en adelante Señor Lobo, el personaje más fascinante de Pulp Fiction, habiendo decenas de ellos, por cierto, es más de Descartes que de Jesús de Nazaret. Interviene en la producción de milagros con la misma autoridad que los santos del cielo dictan su evangelio entre sus fieles. Se sabe poseedor de un don y no alardea de él: es resolutivo, poco dado a la alegría gratuita y, sobre todo, no celebra el éxito de su trabajo hasta que ha aplicado con insana contundencia el método cartesiano y cree poder afirmar sin asomo de duda que todo está limpio. Lo que hace el Señor Lobo es adecentar escenas del crimen. Antes de que se le reclame, reina el caos. Una vez que se ha marchado, refulge el orden. Su tarjeta de presentación es él mismo. Me llamo Señor Lobo, soluciono problemas. Podría haber dicho: Soy el Señor Lobo, no hago milagros, pero no encontrará en toda la ciudad nadie que esté más cerca de hacer milagros que yo. Lejos de estar pagado de sí mismo como otros profesionales, el Señor Lobo actúa con absoluta discreción. Ni se pavonea ni se autocomplace. Hedonismo el justo. Si los que lo contratan expresan su satisfacción al ver que ya no hay restos de sesos en la tapicería del coche, el Señor Lobo los atempera: "No empecemos a chuparnos las pollas todavía". No hay nada que festejar (con miembros viriles de por medio o con chupitos de vodka) hasta que la cocina está recogida y reluce como los chorros del oro después de haberla empantanado. El hecho de que mantenga en todo momento la calma inspira confianza. Se explica con claridad, con educada cortesía, sin nada de lo que observa produzca le haga zozobrar, exhibir un destello de quebranto, una especie de pesadumbre. No se sabe si su trabajo (retirar fiambres, borrar el pasado, si somos estrictos) lo excita. Tal vez sería igual de metódico e imperturbable si vendiera seguros de puerta en puerta o lijara muebles en una carpintería. El entusiasmo es un mal consejero, hace que el pensamiento se aturulle, incita a una anticipación del éxito y, en ocasiones, malogra la empresa que se tiene entre manos. Estoy a treinta minutos, llegaré en diez, le dice al sobrecogido cliente, cameo del propio Quentin Tarantino. El cadáver sin cabeza del maletero del coche no existirá en 40 minutos si hacen lo que yo les diga. Oler a café le hace pedir uno: se trabaja mejor con una buena taza humeante a mano casi victorianamente a juego (si el mobiliario fuera más regio) con su impecable smoking. Fascina que el Señor Lobo no hinque la cerviz ni se manche las manos con hemoglobina o pedacitos de sesos. Le basta informar de lo que se debe hacer, imprimir la seriedad exigible a su discurso y asegurar severamente que si no se obedecen sus órdenes pueden quedarse con su muerto en el maletero. Cada fase de la asepsia en la escena del crimen debe conducirse por las más estrictos estándares de eficacia: celeridad, pulcritud y, llegado el caso, si todo cuadra y no hay resto alguno de cadáver, humor al final de la representación. El Señor Lobo es una enciclopedia de ocurrencias divertidas y de tacos pronunciados en el momento exacto, para que su sentido y contundencia realce el mensaje y el oyente no piense que quien los dice pondría objeciones a descejarrarles un dos tiros en la sien y darle a Joe El Monstruo dos coches con dos muertos en el maletero para que los desguace. El espíritu del Señor Lobo es el de la emergencia cautelosa. No hace milagros, no separa las aguas para que camine el pueblo elegido, no hace ver al ciego ni apacigua el furor de los cielos cuando se desbocan. Él es un hombre de este tiempo. Sabe qué hay que hacer, sabe cuándo hay que hacerlo y sabe para qué. «Señor Lobo, ha sido un verdadero placer verle trabajar», le dicen Vincent Vega y Julius Winfield cuando se despiden de él, vestidos estrafalariamente, absolutamente convencidos de estar delante de un semidiós, de un ángel divino, de un ser sobrenatural capaz de hacer que los milagros existan, sin percatarse de que él no ha hecho otra cosa que seguir sus órdenes. 



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