30.11.22

Un viaje extraordinario

 





Meterse en las cabezas de otras personas es una aventura comparable a la de observar cómo alguien se mete en la nuestra. Uno es lector de lo ajeno y escritor de lo suyo. Lo de entrar dentro de una cabeza no es una cosa que deba tomarse a la ligera pues entraña riesgos enormes de los que no siempre se sale ileso. He visto gente entrar en la cabeza de alguien a quien ama y no salir nunca más. Sé que están ahí, agazapados, imitando al huésped que lo acoge, siendo de un modo arbitrario pero previsible el otro, el invadido. Como un parásito feliz en su residencia recién adquirida. He perdido amigos estupendos cuando se han obcecado en entrar en la cabeza de un filósofo nihilista o de un novelista de serie negra. Ya nunca volvieron a ser ellos. Eran el filósofo o eran el novelista sin que algo de lo que fueron previamente aflorara. Se puede albergar a otro y no percibirlo en la misma medida en que se puede estar dentro de alguien sin que el agresor lo advierta. Porque no hay quien me quite que eso de entrar y salir (a veces) de la cabeza del prójimo es una agresión, una que no es tipificada en el código penal y de la que se tiene siempre una información muy sesgada, como si fuese cosa de psicólogos argentinos o de zumbados con incontinencia verbal.


Conviene, sobre todo, saber en dónde se mete uno, eso en el hipotético caso de que de verdad se desee salir del confort del propio mapa sináptico para ingresar (por una temporada o definitivamente) en otro que, por obra del azar, del amor o de la conjunción de algunos astros en la trama celeste, nos ha parecido ideal y se amolda formidablemente a nuestros más íntimos anhelos. Un anhelo que no cuaja es un quebranto que no se cura. Es preciso, no obstante, dejar aquí, en plan confidencia más o menos banal, una serie de advertencias por si el amable lector tiene en mente viajar a una señora con la que se tropieza todos los dias en el rellano de la escalera y ve más feliz a cada día que pasa o hacer casa en la esposa o en el marido propio y así relajarse y dejar que sea el otro el que lleve las riendas del hogar y la educación de los hijos.


Si penetras en un registrador de la propiedad ves después la realidad como una inmensa finca de la que el catastro no tiene información censada. Como un agrimensor. Si te da por meterte en la cabeza de un obispo puedes no solo comprender la naturaleza misma de la fe en Dios sino que pasas directamente al selecto grupo de ciudadanos que confían enteramente en la salvación del alma y la vida en un mundo futuro, amén. El paroxismo turístico consiste en ir de cabeza en cabeza, libando aquí y allá como una alegre abejilla en un prado recién bendecido por la primavera. Yo mismo, por entender mejor de lo que se va escribiendo, probé ayer  penetrar en cabeza ajena y he de manifestar la desigual fortuna de esa travesía. Al principio me puse en lugar de un amigo al que acaba de dejar la mujer. No es lo mismo sentir empatía que convertirse en el otro completamente, pero no digan que no es un buen paso. Lo malo es que la empatía me condujo hacia la solidaridad completa, sin que yo pudiese frenar el avance inexorable de mis sentimientos, que empezaron siendo tiernos y moldeables, como los de un niño que todavía escucha a su madre y la respeta, y terminaron asalvajados, comidos de una fiebre y de una ira que no conocía y que me dieron auténtico miedo. Mi amigo, el abandonado, resulto ser un hijo de la gran puta, oh atento lector. Fascinado por la violencia recién instalada en mi alma, anduve una mañana entera por el centro de la ciudad, mirando con asco a las parejas que iban de la mano o insultando al viandante más a mano a poco que me obstruyera el paso en una acera o me robara la plaza de aparcamiento. Peor, en fin, hubiese sido perderse en la cabeza de un suicida y estar dentro en el momento en que abre la espita del gas.


Cansado de este comportamiento casi delictivo entré en una iglesia y me senté en un banco cerca del altar. Se me acercó el párroco y me entusiasmé con la idea de entrar en su cabeza y ver cómo libraba la batalla de las almas. Si la divinidad lo cernía en un abrazo o todo era un simulacro y no había allí nada etéreo ni catecúmeno. Dentro de un párroco de iglesia hay un vértigo de evangelios bullendo como un loco enjambre de metáforas. Asombra la generosidad con la que el vicario despacha los asuntos del espíritu y la intransigencia con la que gobierna los de la carne. Siendo yo criatura sensible a la voluntad de la carne, inclinado a no contradecir al instinto y creativo en materia lúbrica, abandoné el cautiverio espiritual del padre y volé a otro refugio en la creencia de que allí hallaría un pequeño respiro, un alto en el ajetreo reciente. Caí en la cuenta de que una cabeza ajena es un laberinto. Incluso la cabeza más pequeña, la de menor rango en el escalafón de las nobles e innobles cabezas del mundo, es un laberinto al que se le debe, al menos, un respeto. Algunos exigen peajes bien altos. Hay quien ha entrado en alguno y no ha vuelto a salir a pesar de desearlo y de saber incluso cómo hacerlo. Uno de los más terribles es el que poseen los políticos. Entrar en la cabeza de un político es un cáncer que te va atropellando y que te hunde sin pudor ni misericordia alguna.


Tuve un amigo que entró en la mente de un concejal de su pueblo, miren ustedes a lo poco a lo que aspiró, y perdió la cordura. El ayuntamiento le ha encontrado un sueldo en base a no sé qué convenio sindical del que él jamás tuvo noticia. Es una pena verlo desdecirse de continuo, entrar en marrullerías dialécticas con la oposición (sobra decir que el partido del susodicho concejal está al mando del municipio) y despotricar contra las dictaduras y los fascismos sin que, escuchado con cautela, sepa de qué está hablando. He llegado a la conclusión de que mi amigo ha asimilado la melodía e incluso ha aprendido el texto, pero es incapaz de pensar lo que dice, de hacerlo suyo y venderlo a los demás como propio.


Uno de los casos más sobresalientes es el de que aloja a otro sin que él mismo sea anfitrión de quien hospeda. O el que aloja a más de un inquilino. O el sujeto vacío, liberado de sí mismo y de los demás. Hay quien estudia con esmero esta casuística y publica estudios en revistas especializadas. De tiempo en tiempo se reúnen en hoteles a pie de playa, cuentan cómo les ha ido, consumen nobles elixires de las altas montañas de Escocia y se lamen sus verbos a costa del erario público. K. sostiene que él jamás ha sido invadido por nadie. Que posee estrictos cortafuegos mentales. Yo no tengo nada claro y discrepo de que él sí lo tenga. Quizá sea K. el que esté dentro de mi cabeza y yo, ajeno a su jugada, viva tan feliz, ilusionado con la idea de que soy un búnker o una de esas aristocráticas habitaciones del pánico.


A fuerza de entrar y salir de la gente, uno gana en destreza y el sujeto al que se aborda no se percata de que tiene un cuerpo extraño dentro del suyo. No existe certeza de que hable uno mismo o sea otro el que habla por nosotros. Hay ocasiones en las que el cuerpo externo no se integra pacíficamente sino que se entabla una fricción de la que no siempre sale un vencedor y un vencido. El terrible dolor de cabeza que no me ha dejado en todo el día tal vez sea producto de esa batalla interior. Albergo dudas razonables de que este texto lo escriba K. y no yo. Quizá sea mejor de esta manera. Me encantaría ser Keith Richards. Por lo menos un par de horas. Si no me deja salir, despedidme de los míos. Decidle que he visto al padre de Keith ahí adentro. Que somos ya buenos amigos. Que Colombia es nuestra patria lírica. 

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