25.8.22

237/365 Santa Teresa de Jesús

 



Me encanta la palabra arrobamiento. Santa Teresa la entendió en plenitud en la séptima morada, que era como la lluvia cuando cae sobre el río y muta en río. Es palabra de una hondura a la que ninguna otra alcanza. Es despeñarse en ella, bajar a su sima, que viene a ser como ensimismarse, y dar con algo que afuera, en la comisión del aire y de la luz, no existe, por más que pugne por darse un cuerpo y conquistar nuestros sentidos. Hay cosas que suceden únicamente en secreto, en el propósito más cerrado de lo íntimo. En ese aplazamiento de la realidad, cuando el goce inefable transcurre, no es que se pueda ver a Dios sino que es el mismo Dios el que nos conmina a que le hablemos, aunque en ese orden de lo epifánico las palabras no deben valer de nada, serán un peso inútil, una herramienta baldía. La aspiración suprema consistiría en rescindir la tentación, no confiar el cuerpo a sus desvelos, suspirar en ansia verdadera cuando la flecha enherbolada de amor roce la piel y fluya por el cauce agasajado de la sangre su dicha. Debió padecer Santa Teresa lo indecible al fatigar el lenguaje para que sus revelaciones cundiesen. Mayor ese quebranto al encomendar a las palabras la restitución de un fulgor o de un milagro. Incluso su modestia, de la que alardeaba, no contribuiría a que la causa de su delirio (la visión de la divinidad, la elocuencia de esa devoción interior) se difundiese y la escucharan los menos afortunados, los que todavía no habían hollado el camino que conduce a la perfección, que no es una gracia privada, sino que debe compartirse. Después de que el ángel del Amor la visitara y la abrasara en placeres, la santa mujer corría a pregonar la noticia entre sus hermanas. "Oh, miradme, he estado en paz y en armonía, he gemido y he llorado, se me ha abierto el corazón entero y una lengua de oro lo ha vuelto a cerrar". No sabremos si habría cortejo en ese ayuntamiento espiritual de la amada y del amado o si la punzada de ese amor trastornaría los órganos y haría que brincasen embelesados, extasiados, enajenados por una fuerza sublime. Si la cortejada podría tras esa comunión suprema regresar a sus labores mundanas y ocuparse de la morada terrena. Si sus actos (los de la rutina de las cosas, los imperfectos y los vulgares) no acabarían ofendiendo al Señor. Si la pastorcilla (era Santa Teresa de usar mucho diminutivo) contaría con arrestos para acometer los primores de lo real. Hasta luchó contra las autoridades de la época y reformó la orden monacal. A mí me sigue pareciendo fascinante (a cada relectura esa fascinación se amplía y conoce registros nuevos) la escritura de todo tipo de misticismo. Perder conciencia del mundo exterior y adquirir la propiedad de lo invisible parece ser el propósito de esa conciencia sagrada. Los místicos de la modernidad se han aplicado sustancias de variada toxicidad para entrar en ese plano de la existencia. Mucha de la mejor literatura que se nos ha entregado proviene de la ingesta de esos atributos bondadosos de la química, que es una ciencia y un dispensario de potentes lazarillos. Uno está ciego hasta que sabe cómo abrir los ojos, podríamos decir. Los de Santa Teresa eran de una pureza que asombra todavía. No precisaba el concurso de alquimia alguna: le bastaba la coherencia consigo misma, cierto estado de sobria embriaguez (permítaseme el oxímoron) al que no se accede adrede, sino que procede (déjenme ahora especular) de alguna providencia del alma. La versión cómoda es la que insiste en desórdenes neurológicos que ella confundiría con extasiamientos místicos. Los predicamentos de la ciencia se encargan a veces de dar con argumentos que desmontan las virtudes de la poesía. El mismo amor (el que nos hace anular los sentidos y entregarnos ciegamente a alguien) sería una ecuación matemática o un ensamblaje de radicales libres. No creo que se tenga que romper el milagro con injerencias racionales. Vivimos acogidos a un despliegue tan riguroso de verdades incontestables que huimos de cualquier arrimo de fantasía o de imaginación. La literatura es siempre la que pierde. La feligresía de la santa Teresa seguirá arrobándose con la lectura de sus prodigios espirituales. Su canon obedece al trasiego de las metáforas, no a la rendición de consuelos científicos. Ella rezaba sin articular un texto: toda su plegaria era un flujo de música interior. Que pensara en si sus vuelos del espíritu no pasaban de ser una alucinación vívida y consciente no viene al caso. A nadie se le ocurre interrogar al poeta sobre la construcción del poema: es del lector esa exégesis, no del creador, no de quien se ha afanado por verter su interior y registrarlo con las palabras que con más verosimilitud lo describen. El psicoanálisis no es una disciplina teológica. La poesía no es un artefacto cartesiano. El amor no es un objeto del que se pueda tener una propiedad fiable. La santidad no es un bien democrático. Santa Teresa es una de las cumbres de la literatura escrita en español. Está sosegada, su casa está tranquila, como diría otro místico. El abismo al que se arrojó es el nuestro. Ella dio con la manera de que pudiese volver (todos los abismos son laberintos) y contar qué había abajo (en la espesura), con qué altos mandatarios dialogó y qué desenfreno lúbrico (no se me pongan especialmente escrupulosos con el adjetivo) la tentó y cómo se dejó cubrir por todas las gracias de su hechizo. Se entiende que la Iglesia (roma en sutilezas, agreste y mezquina para todo lo que descomponga su vetusta construcción) la censurara y dictaminara que aquellos arrebatos no venían de Dios ni podían asegurar la preservación de una vida pura y sin excesos. Los de Santa Teresa fueron escritas por el numen de la belleza. Da igual que uno crea o no. Estoy por asegurar que leerla es un modo hermoso de dejarse persuadir y permitir que la luz desplace a la sombra. "Tiene tan divinas mañas, / que en un tan acerbo trance / sale triunfando del lance, / obrando grandes hazañas". Ese dulce bien suyo, ese ansia por morir, ese entregarse toda y confundir al amado consigo misma. Como la lluvia cuando toca el agua del río y no sabemos ni podremos saber cuál viene del cielo y cuál mana de la tierra. 

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