1.8.22

213/365 Ángel González


 



Se muere uno a cachos,
sin percatarse de que la cosa se acaba.
Es la historia de siempre.
La alegría iza su bandera en un costado
y la tristeza planta un agujero
en el otro para levantar la suya.
Da miedo toda esta sórdida
maquinación de las sombras.
Porque tienen que ser las sombras
las que nos acechan tanto.
Las que hacen que nos duelan las muelas
que de pronto se nos han puesto levantiscas
y andan muriéndose en nuestra boca
sin que le hayamos dado permiso.
Vosotros, mis amigos, deberíais saber que,
aunque estornude, soy un cadáver.
Se me nota en el ancho inédito de un ojo.
Lo tengo más abierto que de costumbre.
Como si hurgara la luz y buscase
un argumento con el que rebatirla.
Me muero porque el mal me va ganando.
Es el mal, oh amados míos,
el que nos derrota fatalmente.
Si la bondad existiera en el mundo,
si no hubiese tiranos,
ni ganasen las batallas los de siempre,
si los tahúres vieran cómo se pudren
todos los ases que esconden en la manga,
si Dios estuviese más al quite
y nos librase de algún quebranto,
no moriríamos nunca.
Lo he dicho bien claro:
no moriríamos nunca.
Todo sería suave y el aire sería aire de verdad
y el paisaje cometería la imprudencia de desdecirse
como un ángel inútil que lee poetas griegos
a la caída de la tarde,
cuando las novias se acicalan para los besos.
Así que morir no lo es todo.
Ni lo es Dios ni la gana que tienen todos
de que pierda pie y me dé de bruces con la eternidad.

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