18.8.22

230/365 Paul Bowles

 




Se lee mejor cuando no se espera leer. Tentado por las distracciones incluso. Leer cuando se puede hacer otra cosa. Leer en la parada del autobús. Uno puede calzar en la trama leída la trama ajena, la de los coches que progresan, la de los transeúntes desavisados de su función en la obra. La cosa leída cambia cada vez que se accede a ella. Como el río que registró Heráclito. Como el cielo cambiante. La literatura es un juego de luces. Los días en que no leo, los que no dan ninguna oportunidad, por pequeña que sea, ejerzo privadamente la apasionada voluntad de empacharme más tarde. No suele suceder. Luego los libros llegan con mansedumbre. Basta sentarse y desaparece ese ansia, esa especie de voracidad un poco enfermiza de compensar los ratos perdidos, el placer sacrificado. Se lee mejor cuando no hay un lugar propicio para la lectura. Se lee siempre contra la idea antigua de que leer no es una actividad social, una de la que pueda extraerse un fin comunitario. Lees mucho, me decía mi abuela, un poco recriminando y otro poco, venido a la par, aleccionándome contra los males de todos los excesos. No leo como antes, no sé si alguna vez dispondré de las condiciones idóneas. No es un hecho planeado: sucede. A veces es uno mismo quien se sorprende leyendo, cuando hay otros asuntos a los que dedicarse. Cuando me acosté, en uno de esos podcast pillados al vuelo, por el mero gusto de dejarse contar antes de que nos venza el sueño, escuché hablar sobre Paul Bowles. Al acabar, me dieron ganas de levantarme, buscar algún libro suyo y dejarlo preparado para releerlo. Podría pasar que la sustancia de la charla se empantanase de sueño y creyese, al despertar, que no hubo charla, ni que Paul Bowles me acompañó hasta que me rendí al cansancio. Recuerdo ahora la flor de Samuel Coleridge, el poema que citaba Borges con pasión en el que alguien duerme y sueña que va al mismo cielo y coge una extraña y hermosa flor y despierta con la flor en la mano. Tennyson añadió que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Teología onírica o botánica. Son cosas que se leen y prosperan en la memoria. Ni siquiera cuenta qué sepamos dónde se leyó o quién las escribió, aunque raras veces pasa eso. 

De Paul Bowles recuerdo cómo lo leí. Era un verano no tan tórrido como este, ni eran entonces tiempos tan extraños como estos, tampoco viene esto último al caso. Fue un libro prestado y lo devolví con gratitud. No me he hecho de nuevo con él. Escuchar anoche sobre Bowles me alegró. Me agradó recordar la novela y también la película, en menor medida. Había decidido sobre el tiempo, sobre cómo nos maneja y guía. Fue una suerte de pequeña e intrascendente victoria doméstica, y me alegró mucho. No soñé con el desierto. Hubiese estado bien que el libro se instalase en el sueño. El cielo puro de la noche absoluta, como siente Kit en su cabeza cuando se retira. Bowles era un enamorado del paisaje. Bowles escribe como si todavía estuviese sucediendo lo que nos cuenta. Bowles fue un héroe de sí mismo, una especie de entusiasta de su amor por lo que quiera que sea viajar. Anduvo contestándose a esa pregunta toda la vida. Viajó a Marruecos con 21 años para inventariar las músicas del país y no volvió a salir, aunque lo hiciera por obligación y su vida recorriera otros lugares. Su corazón era invariablemente un huésped de las ciudades que conoció y de los vastos desiertos en los que fatigó su ansia de ver, su anhelo de escribir sobre lo que le deparó mirar tanto y mirar tan bien. Los escritores cuentan con ese aliado: el de traducir las imágenes, el de darles residencia en las palabras. Adoraba a Kafka, era amigo de los prebostes de la generación beat, conocía el latido de las gentes sencillas y, más que otra cosa, un declarado enamorado de una ciudad (Tánger, cuentan que allí recaló Hércules antes de acometer sus célebres doce trabajos) en la que vivió desde 1947 con Jane Auer, la esposa, la parte inevitable si nos ocupamos de Bowles. Bisexuales y escritores ambos, concertaron no interferir en los encuentros extramatrimoniales ni en sus producciones literarias. Paul, el viajero infatigable, se refugió en una habitación cuando la edad o el entusiasmo declinaron. Tuvo allí su cama y su ventana. Un asistente local lo forzaba a salir y pasear. Asistía a pequeños agasajos del gremio. En 1991, la película de Bertolucci sobre El cielo protector, su primera novela,  lo puso de nuevo en circulación. Lo que ganó le vino bien, confesó. Trae uno eso de vivir en las ruinas de la inteligencia, como declaraba Gil de Biedma en su estupendo poema. Igual que el Magreb es una atracción turística, el escritor es una atracción literaria.  No se difundía que antes de escribir fue músico, discípulo de Aaron Copland en París, interesado hasta la obsesión en el folclor marroquí. Podría haber sido el tibetano o el del Altiplano andino. Lo que buscaría Bowles sería salirse de un camino marcado, renunciar a la gran ciudad, dar con un refugio al margen de las rutas previstas. Vestiría a la occidental, con elegancia: una camisa blanca, una americana de buena tela y sus gafas oscuras. Se le desprestigió entre la crema de la sociedad culta del país: se le atribuyeron veleidades, frivolidades, usos del país que quedarían a título pintoresco, como si la decisión de hacerlo suyo quedase en una ocurrencia o en una fuga. Quien ha hecho su gran novela con poco más de veinte años sufre una condena terrible. No sale de ella, le acompaña en todas las otras novelas que construya. Bowles es insoportablemente el hombre que describió el Rif y la dureza de su paisaje y de sus gentes. Se la puede leer como una novela de aventuras en la que el desierto planea en dos direcciones: la del paisaje y la de vida interior de quienes lo recorren. Es asombroso cómo ambas suceden con las mismas vicisitudes, cómo se ensamblan. Creo que esto último lo dijo Tennessee Williams, amigo de Bowles en América y admirador de su talento. Tenía de la religión una opinión genuina, exenta de doctrinarios y de santorales. Profesar una religión, dice en boca de un personaje del cuento Carne fresca y rosas, "no pasa de ser una mera cuestión política y no tiene casi nada que ver con la fe (...) pero no cabe hacer absolutamente nada para remediarlo. No podemos decidir sin más ser irracionales. El hombre ahora es racional y el hombre racional está perdido". Permanecerá el hombre curtido por el espíritu, no el inclinado a la razón y a su vértigo urbano, materialista, esto parece decirnos. Ojalá. 

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