3.5.20

Los monstruos


 



A José Garrido Navarro.

Hoy pensé en que libramos una guerra, no es un pensamiento que tenga por primera vez. El cuento breve que retomo se libra en la ficción de Stalingrado, pero puede afincarse aquí. Sin nazis. El enemigo es invisible. El frío, el mismo. 

Qué frío hace. Los monstruos están ahí afuera. No los conozco. Son del tamaño de todas mis pesadillas. De noche, cuando hago guardia, imagino que me devoran. Cuando clarea el día, palpo mi cuerpo entero. Aprecio que mi corazón lata y que el aire, gélido, enfermo, ocupe mis pulmones y sienta algo parecido a respirar. Lo peor de todo es no saber cuándo vas a morir. De saberlo, uno haría sus cálculos, se encomendaría a Dios y dejaría que la providencia me acunara y consolase. Está bien morir si uno lo acepta. Yo he imaginado que moría tantas veces que no sé con cuál manera de morir quedarme. Me incomoda la del frío. Es la que menos deseo. Es el más bárbaro, el menos humano. Anoche creí que no podría moverme nunca más. Sería un blanco fácil para los nazis. Vendrían y me descerrajarían más balas de las que mi cuerpo entiende. Le basta una, la que me persigue, aunque no haya sido todavía percutida. La muerte más dulce que imagino es la que no me cause dolor. No estamos hechos para el dolor. Le conté una vez a mi madre, antes de partir al frente, para que no se apenase. Volvería como un héroe, le contaría las batallas, reiríamos y lloraríamos también, brindando. Ahora todo eso me parece imposible. Los monstruos son ellos. Yo soy un soldado que no desea que nadie sufra mal alguno. No tengo interés en ganar ninguna guerra. Ni siquiera se me pasa por la cabeza que una opinión mía derrote una opinión ajena. No sé qué hago aquí y tampoco sé qué hacen ellos, los monstruos. Yo mismo, a sus ojos, soy otro monstruo, qué aberración. Los imagino fuertes. Serán los monstruos que venían a mi cama cuando niño. Los que no me dejaban dormir. Los que me hacían tener todas las pesadillas del mundo. Las que están aquí. Desfilan una a una. Las he ido guardando para que ahora me visiten. Está el caballo galopando por mi pecho, incrustando sus pezuñas en mi cara. Está el vacío, el frío, el hambre. Está el diablo con una sonrisa. Siempre soñé que era el hambre la que me mataba. Ahora no la siento, aunque el cuerpo no me responda y apenas tenga fuerza. Solo está el frío, el frío azuzado por el miedo. El frío como un ejército de lobos. Si yo tuviera las palabras para combatir el frío, no habría enemigo que venciese. No estarían ahí los monstruos, a la espera de que flaquee y me duerma. Vendrán cuando esté dormido. Lo sé. Ojalá me borren cuando esté dormido, pero no concilio el sueño. El frío me impide descansar y no pensar en nada y dejarme llevar hasta caer rendido. Quizá el enemigo sea el frío y sea el hambre. Me pregunto cómo lo combatirán los monstruos. Si ellos saben cómo vencerlo. Siento ásperas las manos y tengo gastado el pecho. No lo siento desde hace días. Respiro por costumbre, pero el aire no me alcanza adentro. He llegado a pensar que ya estoy muerto. Que estaré aquí mientras que persista el frío. Que toda la batalla no es entre ellos y nosotros sino entre todos y el frío. Lo oigo, al frío, ganando mi espalda, haciendo que la fiebre crezca. Enfermos, los soldados no sabemos a qué atenernos. Si a la voz del mando, que ordena avanzar, resistir, matar si hay ocasión. Si a la voz del alma, que pide descansar, dejarse matar, buscar morir. Oigo a lo lejos descarrilar un tren. Debe ser el del avituallamiento. El ruido del tren, al perderse en la nieve, percute en mi cabeza. No hay forma de que deje de sentirlo. La única distracción que salva mi desánimo es la de pensar en quienes amé o me amaron, pero esa evasión feliz ocupa un instante. No creo en nada ni en nadie. Tengo la cruz en el pecho, la que me dejó mi madre antes de otro tren me alejase de ella. Me la dio como se dan las cosas importantes. No engalanó el regalo con palabras. No hizo falta. Pero no creo en ella. La miro y veo la dureza del metal. Solo eso. El metal hueco y la figura muda. Dios está ahí afuera con los monstruos. Unos días les asiste a ellos y otros, cuando le dejan, nos atiende a nosotros. Un dios caprichoso al que no me atrevo a desoír. Le rezo de noche, en la oscuridad. Pronuncio las palabras que he aprendido. Las que repetía de niño. Las que ahora declamo. Como si decirlas con la entonación adecuada sirviera para que se escuchasen mejor. Las pronuncio en alto, las digo para que los demás las oigan. De noche, el rezo es un fantasma en el aire. Si me matan mientras rezo, iré directo al cielo. No sé qué cielo será. Si ruso o si nazi. Habrá un cielo para cada bandera. ¿Cómo va a ser que sea el mismo para todos? No querrá Dios que me cruce allá arriba con los monstruos. No tendrá esa ocurrencia. Pero Dios va a lo suyo, no escucha, no atiende las súplicas, Por eso es Dios y besamos la cruz y le pedimos que haga que cese el frío y se interrumpa el hambre. Si existes, haz que se me calienten las manos. Haz que el sol brille y que las nubes bailen. Y si no estás por atender mis plegarias, no escuches las de los monstruos. Que no arrasen la trinchera y nos hagan pedazos con sus bombas. Yo quiero morir de viejo. Nunca lo he dicho. Quiero morir de viejo. Quiero tener hijos. Quiero enterrar a mi madre. Quiero entrar en la iglesia y darte las gracias o insultarte o no saber qué decir y salir como entré, pobre y frágil, sin nada a lo que agarrarme, pero vivo. Anoche pensé que sería la última noche. No fue cierto. Se van persiguiendo los días. Quieren hacerme creer que siempre andarán de mi lado. Que habrá un mañana y un  cielo azul y un bosque lleno de pájaros, pero ahora solo se escucha el fragor de los tanques, el ruido de los aviones en el aire, el estallido de las bombas, el sordo ulular de las balas. Sucio y solo, carezco de la voluntad para salir de aquí y buscar a los monstruos. No sabría cómo matarlos, con qué arma derribarlos. Al frío no es posible ganarle la batalla. Serán el frío y el hambre y el miedo los que detengan mi voz. No seguirá hablando. Dejaré de contar lo solo que me siento. Nada me conforta, nada me alivia. Los monstruos. El frío. El hambre. El miedo. 


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