22.1.18

Una historia de la belleza




‘Vista del canal de la Giudecca con las Zatere’ (1757-1758)
Francesco Guardi


El Arte produce una epifanía inmediata. No sé quién escribió que estamos hechos para admirar la belleza, aunque no esté uno versado en qué consiste, ni posea los instrumentos con que la cultura nos fortalece y hace que apreciamos con más hondura esa revelación. Se admira un cuadro en la creencia de que cada pincelada tiene un propósito. Incluso el hecho de que no lo tenga, en el hipotético caso de que el autor campe a su aire y desoiga el canon y pinte como si fuese cada cuadro el primer cuadro, existe un propósito. En la vista del canal de Guardi lo hay de un modo nítido. Lo de menos es que se catalogue dentro de la pintura veneciana dieciochesca, pensada para que ciertos clientes ingleses la adquiriesen. Este paisajismo está orientado a restituir la profundidad del canal, su aspiración a integrarse en el horizonte y a arrastrar en su dinámica los edificios colindantes y la población diseminada de barcas. Nada de lo que seamos sobre el vedutismo (ese modo de pintar tan de Venecia en el que Guardi es un maestro) hará que disfrutemos el cuadro con menos entusiasmo que el avisado, quien sabe algo o lo sabe todo sobre las maneras y las influencias. A veces, cuando paseo un museo, siento esa orfandad, la de no tener a mi alcance la literatura de la pintura. Uno de mis anhelos sacrificados es el de haber estudiado Arte, no por ganarme con él el sueldo, sino por pasear los museos y sentir las obras de otro modo. Algo parecido me sucede cuando piso una catedral o una de esas iglesias imponentes. Aspiro la fe, la noto, creo en ella de un modo precario y frágil, pero no tengo todos los instrumentos, no sé lo que un creyente siente cuando se arrodilla y reza en ese espacio maravilloso que visito como el turista inglés visitaba Venecia en el XVIII y se llevaba a casa un cuadro de Guardi o de Canaletto. Para ellos la "Vista del canal" es un souvenir, una postal, una especie de evidencia de que estuvieron allí con la que entablar más tarde animadas charlas en el té con pastas de sus recargados saloncitos victorianos. Podemos vivir sin cultura y trasegar con felicidad nuestro paso por la tierra, pero la cultura nos pertrecha de vida también, una vida paralela o supletoria o canjeable a capricho por la vida fehaciente, por la de verdad, por la que puede prescindir de pintura y de fe, pero ay, qué felicidad más completa sería si uno pudiese estar atravesado por la sensibilidad suficiente como para permitir que la belleza lo traspasara y ahondara y calara de manera que todo respirase luz y nos tocara la gracia del entendimiento. También se transitan esos caminos en la orfandad, vacíos de nombres y de corrientes y de historia, porosos, sí, pero apartados de la cálida exposición a ella. 

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