24.1.18

Polvo en el viento


En una conversación casual, cuál no lo es, escucho (leo más bien) que se escribe mejor desde la serenidad. Lo dice alguien a quien leo habitualmente, alguien que escribe y lo hace admirablemente, a mi entender de lector. No he tenido yo la mesura de la que habla o la he tenido a trozos, sin que el aprecio que pueda tenerle la convenciera para que se me acercase con más frecuencia y se dejase querer o me iluminase (inspirase) para que escribir (lo que hago a diario, algo con lo que de verdad disfruto mucho o sufro mucho, según con qué o cuándo) fuese una actividad que dominara más, con la que me pudiera expresar mejor o agradara más a quien, también casualmente, viene por aquí o por mis libros y permite que le cuente algo y se deje contar. El hecho de escribir es una transgresión, un dejar constancia de algo que no debiera ser registrado. No sé qué falta hace que yo ahora, cerca de la cena, después de un día de verdad ajetreado por unas cosas y por otras, me siente, abra el editor del blog y haga esto y no otra cosa, no sé, ordenar los libros (algunos hay que no están donde debieran) o preparar en calma la cena, mientras mi mujer acaba de corregir unos cuadernos. Nunca supe explicar los porqués, por más que me haya esforzado en comprender qué me mueve a hilvanar y deshilvanar. Tengo un par de amigos (Antonio, José Antonio) con los que hablo de libros y de escrituras. Los dos me animan, cada uno a su manera: me dicen cosas que me fuerzan a continuar, puede ser cierto. Lo que me ha hecho pensar es eso de que se escribe mejor desde la serenidad. Tal vez es vivir de lo que estamos hablando. Que escribir es una circunstancia añadida a la vida, no una extensión de ella, sino un aditamento, un extra fácilmente reducible o aplazable o eliminable también. Lo de escribir (vuelvo a ese leivmotiv mío) no cansa, no produce fatiga: yo escribo como respiro, lo cual no expresa nada de la calidad del aire que se inspira o del que se evacúa cuando ha llegado a donde debe, sin dejar ningún resquicio del cuerpo atendido. Escribo porque llevo treinta años largos haciéndolo a diario. Está la costumbre, está la inercia, está la cabeza exigiendo su cuota diaria de texto. El día en que no escribo me siento como el que corre a diario o el que se administra su ración de alcohol o de nicotina o de telenovelas en la sobremesa. Cada uno gobierna su rutina. Ella parece que va a lo suyo, pero somos nosotros los que la guiamos hacia un lado o hacia otro. La mía es igual de exótica o de sencilla que la de los demás, no hay ningún motivo para que yo piense distinta cosa. No he tenido nada que otros no hayan tenido, no he hecho nada que otros no hayan hecho, no he sentido nada que otros no hayan hecho. En algún momento en que he sospechado que no soy igual que los demás me he conminado a retirar esa certeza de inmediato. A K. le fascina que ocupe mi cabeza en estas liviandades, puesto que son eso, cosas de una futilidad absoluta, polvo en el viento, como cantaban Kansas, qué buen grupo, aunque los recordemos por esa pieza, qué gran pieza, qué buenos recuerdos me trae.

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