En
Malditos bastardos confluyen, al menos, varias líneas narrativas que invariablemente oscilan, a capricho de la voluntad rupturista de
Tarantino, entre la ortodoxia
mainstream, de la que recela, y las adherencias
pulp, que son las señas de identidad de su cine. Lúdica y desvergonzada, Malditos bastardos bordea la legítima restitución de la Historia, fundamenta un universo distópico alimentado a brochazos de humor y termina entregando a la audiencia un ejercicio magistral de absoluta libertad cinematográfica. Su fórmula, perversa y lírica al tiempo, estruja hasta los límites comercialmente soportables la contundencia en los diálogos del Tarantino más feliz que se conozca. Y es precisamente ese idilio con las palabras el que hace de Malditos bastardos la obra maestra que es.
Sin caer en el delirio exhibicionista de su filmografía, sin acudir reverencialmente a la plasticidad de la violencia, Tarantino rehace el género bélico, tan dúctil para ese lenguaje visual, y crea un artefacto narrativo complejo, confeccionado con mimo, concebido como un divertimento mayúsculo, granjeándose en la empresa la satisfacción de la parroquia antigua (abundante) y la animadversión (orgánica casi) de otro sector de la audiencia poco convencido, hastiado del tufo a cine B de su obra, más puristas. Pero ese purismo, esa aristocracia de la sensibilidad artística, se pierde una visión casi única en el cine actual: la de un cineasta en el limpio ejercicio de sus vicios, en poco (imagino) manipulado por las hordas bastardas de los productores, que auscultan el metraje, buscan las fisuras comerciales y abren la pandora terrible del presupuesto, recortando aquí, interfiriendo allá, dinamitando desde la raíz las vías naturales del film, su recreación verosímil desde la cabeza del autor a la pantalla del cine.
En Malditos bastardos, Tarantino prefiere la trama a quien la conduce, no maniata al personaje, no lo reduce a un cliché ni es un mero añadido de atrezzo, pero lo que importa, a lo que el director concede primacía, carta libre, completa libertad es al guión, a ese juego intelectual de pequeñas
historias que se van entrelazando hasta desfallecer (literalmente, uno queda exhausto, liberado de un stress dulce) y es precisamente en ese guión, en el libreto, en donde la película resplandece, adquiere más brillantez y justifica su excelso metraje. A falta de aprender a dominar los mecanismos de la sutilidad, tan útiles en cine, en la vida, que es una extensión precaria y a veces insatisfactoria del propio cine, Tarantino doblega al espectador, lo hace cómplice, lo involucra hasta el desmayo en su visión del cine, en su concepto de realidad, en cómo la propia realidad, que en este caso es la Historia bien conocida de cómo empieza, transcurre y acaba la Segunda Guerra Mundial, se puede amoldar a la realidad del Cine: Tarantino prefiere la Historia que el cine puede inventar antes que la escrita, la verídica, la confirmada y aprendida. En la película lleva estos planteamientos a su extremo y reescribe esa Historia (con mayúscula) con desvergüenza, con ambición y con el manejo de algunas certidumbres que esquivan el terror a la campanitas de la caja, el supremo horror del fantasma de la pasta, sobrevolándolo fieramente todo. Veo todavía a Tarantino como el
enfant terrible que vendieron en
Reservoir dogs, pero convertido en una especie de anomalía del sistema, en ese genio rendido a las delicias del arte de hacer películas y, al tiempo, inevitablemente, confiado en que el público no dará la espalda del todo a sus inventivas, a sus vicios de aficionado volcánico.
Los antiguos mercenarios del crimen que poblaron rutinariamente las historias de Tarantino son en Malditos bastardos piezas canjeables, útiles de orfebre que funcionan dentro del relato como cooperantes de la trama sin que ésta, al modo en que sucedía en
Pulp Fiction o en las entregas de
Kill Bill, dependa de ellos. A Tarantino le importan las conversaciones, esos diálogos vehementes, aparentemente casuales, que se espesan y provocan un clímax violento o trágico, pero son las palabras las que prenden la pólvora: es el lenguaje, especialmente en Malditos bastardos, el sostén de la trama incluso por encima de las imágenes, que son (sobre todo al final de la cinta) poderosísimas, portadoras de una belleza convulsa (lo decía
Breton en su manifiesto surrealista), idónea para hacer que congenien los vicios culturales de su autor, a saber: el spaghetti western, el cine bélico europeo, el exploit, el cine de artes marciales o la serie B sin ambages, pura y directa.
Extremadamente hábil en disimular estos vicios privados y crear un espectáculo público (pienso ahora en el tedio del Anticristo de Lars Von Trier, que no piensa en nadie y se construye una cinta para un pase doméstico) Tarantino deja la coralidad de su cine clásico, entendamos sobre
todo Reservoir Dogs o Pulp Fiction, y renuncia a segmentar en exceso la trama ni privilegia a ningún personaje (La Novia, Jackie Brown, Vincent Vega). Esa renuncia al clasicismo (Walsh, Aldrich o sobre todo el gran Samuel Fuller) no escarba en el material residual de la cultura pulp: Malditos bastardos es una isla en el continente narrativo del director: posee los suficientes elementos formales como para excluirla de un canon tarantiniano. Bebe de muchas fuentes, pero las hazañas bélicas aquí narradas funcionan autónonamente. Se emula, se copia, se declara deudor de un buen puñado de películas (Aquel maldito tren blindado, Doce del patíbulo o Los violentos de Kelly) pero renueva lo lúdico de estas propuestas, insiste en merodear la verosimilitud y crea un artefacto distópico, una recreación en clave humorística de un tema tan serio como la Segunda Guerra Mundial o la eliminación masiva del pueblo judío por parte de las hordas nazis.
No hay que tomarse jamás en serio a Tarantino: se trata de un genio al que le incomoda rendir cuentas a la crítica, agradar a todo el público y facturar películas perfectas que arrasen en taquilla. Adrenalítico, como de costumbre, onanista, como siempre, sabe dar lo que le piden y exhibir en el metraje (en este caso ampuloso) momentos de lucimiento, guiños a la parroquia, escenas inservibles o retrocesos a la franquicia de violencia que le hizo famoso y que le ha permitido estar entre los grandes.
La precisión semántica y el glamour indigesto del coronel
Landa, interpretado excelentemente por
Christopher Waltz) representa el espíritu de esta cinta: es un encantador hijo de puta, que saquea la felicidad ajena, la humilla y la pisa con sus sucias botas nazis, pero que engatusa al público apaciblemente instalado en los siete euros de su butaca con su labia sibilina, su exquisito trato, su aristocrática forma de justificar el mal y vestirlo de coyuntura bélica. En todo lo demás, en el
Aldo Valli despreocupadamente interpretado por un alegre
Brad Pitt, en los poco vistos bastardos, que fatigan los bosques bávaros y cortan caballeras con brutal desparpajo, Tarantino no se esmera tanto: sabe que la contundencia del guión no precisa de un dirección de actores tan profesional. Toda esa aparente banalidad que se dilata hasta adquirir caracteres dramáticos sigue siendo el vértice sobre el que descansa la parte más enjundiosa de la cinta. De hecho las dos escenas o capítulos más de mi agrado se construyen alrededor de este recurso: la granja, en la que Landa presenta sus credenciales, y la taberna, en la tal vez mejor escena de la película, en donde la tensión y el suspense son casi insoportables.
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